//‘Pecados de origen’

‘Pecados de origen’

En el principio no había nada.
Dios era la nada y la nada no era…
Dios, pues, no era.

 

Libro Primero

El rumor nació de Dios.

Antes de la creación del mundo, el espíritu de Dios flotaba en el espacio, difuminándose y contrayéndose, adoptando formas, transmutando desde las más variadas sustancias materiales hasta las más sutiles clases de energía. Como había creado un universo tan vasto como él mismo, recorrerlo era tan largo y escabroso como mirar dentro de sí, viaje que jamás emprendería. Por eso, apenas hubo oportunidad, hizo correr el rumor de que el universo era infinito.

Para combatir su eterna soledad de único ser, preexistente, anterior incluso a sí mismo, a su nombre y a sus barbas, moldeó con un atisbo de su energía esas entidades aladas y asexuales a quienes alguien, después de mucho tiempo, dio el nombre de ángeles. Con plumas relucientes, ensortijados cabellos de oro, regordetes y esbeltos, aporcelanados de piel, tersos y delicados, los ángeles resultaron demasiado etéreos, anodinos, serviles al extremo y faltos de voluntad, al punto de no proporcionarle compañía a su Dios que, a veces, ni siquiera lograba sentir su presencia.

Fue entonces cuando decidió crear su némesis, seres tan autónomos y suspicaces que alegraran esa existencia que le pesaba tanto. Tomó puñados de materia que encontró en su universo y dio forma a los otros, los demonios, una suerte de entes atolondrados y juguetones, toscos, rugosos, cortos de luces y pegajosos, que babeaban y regurgitaban todo el tiempo, oliéndose, rascándose, riendo a carcajadas.

Su libido exacerbada y la voracidad con la que consumían toda sustancia que encontraban a su paso, hicieron que enseguida Dios comenzara a sentir temor. La diversión y el bullicio que había esperado encontrar en estos seres se tornaron orgiástico exceso, jolgorio insoportable a sus ojos.

Mientras los ángeles se amontonaban a los pies de su creador contagiados del miedo celestial, se acurrucaban o se esfumaban una y otra vez, más silenciosos que nunca, los demonios ingeniaban las más inverosímiles maneras de disfrutar el placer que emanaba de sus cuerpos: se golpeaban con estruendo, copulaban impúdicos, gritaban y se inflaban hasta reventar, se devoraban unos a otros, sin percatarse de los ardides que el temor había implantado en la mente divina.

Y tanto se alejó Dios de sus demonios que estos, más llevados por el instinto que por otra cosa, comenzaron a juntarse en torno a uno, el más grande y brutal. Pronto Lucifer, como alguien lo nombró por el resplandor y el tufo que desprendía, se convirtió en líder de la inmundicia de su creador, era él quien gobernaba y rugía haciendo retumbar de espanto a los ángeles, a los arcángeles, a los querubines y a los serafines.

Así fue que Dios resolvió desterrar a los demonios a los confines del universo, es decir de su propio ser, aquel sitio que ni él mismo conocía y en donde acostumbraba desechar los sentimientos y pensamientos indignos de un dios. Pero no encontraba una razón que respaldara tal drasticidad y sabía que sus ángeles no serían de ayuda, tan asustadizos, al extremo de la cobardía humillante. Se justificó a sí mismo con la idea de que la corrupción pronto lo dominaría todo y llamó a uno de sus sirvientes más zalameros para contarle que Lucifer planeaba destruirlos y suplantarlo como fuente primera y última de lo existente; le dijo que ese espacio en el que ahora ellos revoloteaban coquetos sería invadido y dominado por los demonios. Ante semejante primicia, el ángel postrado ante Dios palideció y quiso huir sigiloso a contar el chisme y ponerse a salvo pero el Creador lo detuvo de un ala y le confesó que no quedaba más que desterrar a los futuros agresores antes de que comenzara su conquista. Para ello, Él dotaría a sus súbditos de armaduras y yelmos, espadas y escudos, y exhalaría sobre sus rostros un soplo de valor.

Y el rumor divino se extendió tan pronto que al poco tiempo cientos de miles de ángeles, que se dejaban ver como chispas intermitentes, se agruparon alrededor de Dios y su relato sobre las intrigas demoniacas, y le suplicaron que los armara para defenderlo. Los demonios ni siquiera sospechaban de esas intenciones y bailaban con volteretas mientras los ángeles los rodeaban y los sometían, investidos con el poder divino, invencibles, y los ultrajaban con ferocidad. Más que el desalojo, lo que los enfureció fue la interrupción de la bacanal, y aunque su resistencia fue a la postre inútil, como ya es sabido, se encarnizaron en una confrontación que convulsionó al universo, en donde solo reinaba la oscuridad y la paz, y lo plagó de explosiones y estruendos, alaridos y crispaciones, carcajadas y lamentos, pedazos de roca incandescente, estrellas fulgurantes, cometas en tránsito, planetas y satélites lanzados a divagar sin rumbo, en medio de la desolación de un campo al amanecer, después de la batalla.

Los ángeles, imbuidos por tanta bravura, terminaron por vencer a los demonios, los amarraron como a cerdos y los encerraron para llevarlos a su destierro; Lucifer, que aún rugía en su jaula sin entender por qué se los castigaba si el mismo Dios les había dotado de esa naturaleza, lo miró de frente y le juró venganza, con iracundia encendida. El caos que había originado asustó todavía más al Creador y lo entristeció al punto de eclipsar su propia luminosidad momentáneamente, arrepentido, y de refugiarse en lo más recóndito de su ser omnipresente, en la absoluta lobreguez de su omnisciencia. Ahí fue en donde lo encontraron sus ángeles cuando deportaban a los vencidos.

Desde entonces, todos los demonios existentes pueblan esa región tenebrosa de la mente divina, merodeando unos, celebrando otros, buscando el instante propicio para asaltar, como animales de presa.

Dios permaneció en paz, más aburrido que nunca, entre insípidos seres que no hacían más que alabarlo y admirarse, ahora vanidosos, luciendo sus armaduras lustrosas, sus cabelleras con bucles y sus cuerpos musculosos.

Y vio Dios que —a grandes rasgos— cuanto había hecho era bueno y se alegró, un poco al menos, tratando de olvidar aquello que guardaba en su inconsciente y que solo dejaba aflorar ciertas noches.

Libro Segundo

Cuando transcurrieron muchos años, siglos tal vez, la monotonía y la certidumbre hicieron sucumbir nuevamente a Dios y lo impulsaron a romper el letargo que él mismo había buscado, harto de los desmanes de sus demonios. Solo a veces, los viernes sobre todo —aunque en esa época aún no existían—, Dios los recordaba con cierta nostalgia y hasta sonreía con su desparpajo.

Y decidió que había que intentar de nuevo, que cualquier fracaso valía la pena con tal de salir del silencio y la claridad de su propio ser. Así que buscó crear mundos para dar algún sentido a tanta sinrazón que había resultado de la guerra; empezó por los cuerpos más grandes, les dio formas extrañas, les proporcionó movilidad, trayectorias y los pobló de seres que emergían de su imaginación. Pero nada dio resultado, nada satisfizo a su omnipotente cabeza, porque todos los seres que creaba eran tan desabridos como sus ángeles, tan faltos de gracia…

Se sentó abatido y, por primera vez desde que tenía memoria, lloró. Lloró con la amargura de su impotencia, con desazón, sin importarle que sus ángeles lo miraran, que murmuraran por esa reacción nueva, por las muecas y los mocos que su dios dejaba caer desconsolado. Y las lágrimas divinas, cargadas de tantos sentimientos contradictorios, descendieron al espacio, salpicaron a los planetas y apagaron estrellas.

Mucho tiempo debió pasar hasta que Dios levantó la cabeza, dejó de lamentarse y decidió seguir intentando, a pesar de que eso implicara pasarse la eternidad entera haciendo y deshaciendo. Esta vez se propuso dejar de reproducir su perfección incólume y conformarse con lo más insignificante. Y se fijó en algo pequeño, un pedrusco mínimo, expulsado con tal violencia en la celestial batalla, que se había tornado inestable, con truenos y explosiones, vapores inmundos, apenas apaciguados por dos o tres lágrimas divinas que cayeron en él y formaron riachuelos, mares y océanos en pugna con la iridiscencia del magma que vomitaba el mundo desde su entraña, con las convulsiones con que la tierra rechazaba al líquido intruso, queriendo fulminarlo. Pero esas lágrimas eran más fuertes que la materia, y los sentimientos del Creador, concentrados en cada molécula transparente, se impusieron poco a poco y dieron origen a cientos de hilos de agua que se deslizaban como nervaduras o vertiginosas mareas, chocando contra las rocas, deformándolas en granos de arena. Lluvias tupidas y cumbres glaciares sometieron al fuego y silenciaron su voz gutural.

Dios miró todo aquello y pensó que era bueno —ya para esa época hasta Él mismo comenzaba a dudar de su vista—; por fin comenzó a alegrarse, después de tanta desilusión y abulia. El tiempo siguió su curso de ángeles y demonios, de contemplación y reminiscencia, y mientras el universo dormitaba con esporádicos murmullos y espasmos de luz, el Creador se refugiaba en nuestros cielos con recelo de obrar, a la espera de que los elementos y su naturaleza contradictoria dieran origen a algo, experimentaran, se fusionaran y crearan algún ente digno de su magnífica curiosidad. Y aunque Dios presume de ser eterno, la evolución parecía serlo más y tuvo que esperar miles de años para que el infierno inicial se descongelara, para que apareciera el primer organismo y después otro, para que brotara un insignificante hongo, más una ramita, una mata o un árbol. Y el mundo fue el lugar más aburrido durante un tiempo inconmensurable, hibernación divina, como en el principio, cuando solo el espíritu de Dios era, cuando no había decidido crear absolutamente nada.

En fin. El tedio se apoderó de su mente y una tarde se encontró flotando sobre la superficie de este pequeño planeta, poblado por arbustos y animales deformes, plumados o peludos, rastreros, de ojos saltones, hocicos y garras, bestias en toda su extensión. Y tomó entre sus manos un puñado de tierra y la humedeció con el agua de un riachuelo, formando un barro pastoso con el que empezó a moldear una figura con sus propios rasgos, como si las aguas de su frustración y la tierra de la batalla celestial, ambas corruptas, pudieran emular una imagen tan difusa como la del Creador, imagen que ni él mismo conocía bien.

La apariencia de ese amasijo fue el primer motivo de frustración que dio el hombre a Dios, el primer desencanto, ahí de pie, inmóvil, repleto de rebabas. Lleno de vergüenza, lo revisó en busca de alguna falla, pero no pudo encontrar una sola razón; quizá el barro no era la sustancia más apropiada, tal vez el agua, el barro o sus propias manos, tan blancas y delicadas. Y recordó su propósito de no buscar la perfección, de ser tolerante y compasivo, lo miró una vez más, pero ahora con ojos de padre, de resignado amor, y vio que en el rostro agreste del hombre quedaban aún partículas de polvo como lunares y sopló sobre su tez, lo cubrió íntegro con su hálito de vida, confiriéndole una pizca de aquella energía que emanaba de su ser, de la esencia misma de Dios, esa energía que, derrochada en luz, había originado a los ángeles, pero puesta sobre la materia, fuente primera de los demonios.

El hombre levantó la vista y vio por vez única a su creador, que le extendió una sonrisa generosa, cargada de cansancio, y lo posó sobre las vastas llanuras del mundo.

—Éste va a ser tu mundo —le dijo— haz de él tu morada.

—Gracias —respondió el hombre, aún inexperto con sus formas y dimensiones.

—Te llamarás Adán —continuó— porque de la tierra has nacido y a ella has de volver.

Dicho esto, ascendió a los cielos para descansar de tanto trajín y tanto nervio, y dejó a Adán en el mundo que le había regalado. Pero el hombre no sabía qué hacer y el temor de las bestias que poblaban el mundo era tan grande que pasó su primer día de vida arrinconado, llamando a su dios, mirando al cielo sin saber en dónde encontrarlo. ¡Qué cerca estaba de saber que así sería por el resto de su vida y la de sus descendientes!

Al ver ese patético desamparo, el Creador se conmovió y bajó a las praderas terrenas. Adán lo recibió con alegría, con el regocijo del niño que nunca fue, pero inmediatamente se hizo un silencio enorme entre los dos, tan diferentes al fin y al cabo, que los hizo contentarse con la presencia diáfana del uno, y su contemplación inmutable desde una colina, y la insignificante del otro, de mirada recelosa y gestos lerdos. Esa compañía lejana, sin embargo, era la única que el hombre conocía, era lo único que tenía, incapaz de explorar el mundo; saber que Él estaba cerca, en la Tierra, le daba tranquilidad mientras jugueteaba con sus manos, estirando y contrayendo los dedos, haciendo ruidos con la boca.

Aunque la estadía en las llanuras le resultó a Dios bastante aburrida al cabo de pocas horas, cada vez que intentaba subir a su cielo, Adán empezaba a gemir, consciente de su orfandad.

—Adán —llamó Dios— acércate a mí.

—Dime, Señor —caminó temeroso.

—Debes entender que no puedo estar todo el tiempo contigo —dijo como hablando al párvulo que en el fondo era el hombre— hay un universo inmenso del que este mundo es apenas un grano de arena. No quiero que estés triste si no me ves, porque yo siempre voy a estar contigo; mi espíritu, que es también tu esencia, se quedará en cada animal que encuentres, en los árboles, en los valles y las montañas, hasta en el viento que silba y mueve las nubes, pero sobre todo dentro de ti, en tus pensamientos, en tus sentimientos —declamó.

—Y, ¿cómo sabré que estás aquí, si ni siquiera te podré ver?

—Debes tener fe, debes creer en mí —inventó.

—Es que tengo miedo.

—No temas —se inclinó paternal— ¿ves el horizonte lejano? Tú serás quien gobierne sobre todo lo que hay, quien nomine a las criaturas del mundo y las someta. Cuando tengas miedo simplemente ven a esta colina y con toda la vastedad que he creado para ti a tus pies, y más cerca de los cielos, llámame y yo te haré sentir mi presencia.

—¿Pero no te veré?

—Me verás en todo lo que está a tu alrededor —le dijo sin encontrar la forma de hacerse entender— ¿Ves este brote que está a mi lado? —el hombre asintió— el tiempo lo hará crecer y florecer, y pronto se convertirá en un árbol. Vamos a plantarlo en la cima para que lo veas a la distancia o te sientes bajo su sombra y sepas que parte de mí está contigo. Cuida de él, y así sabré yo, desde arriba, que me necesitas y me recuerdas.

Después de decir estas palabras, Dios volvió a sus cielos y descansó. Y Adán se quedó solo, junto a la ramita de manzano que apenas se mantenía en pie. Se acurrucó y se quedó dormido con una luna redonda en lo alto y miles de estrellas que centelleaban a lo lejos, como ángeles en busca de su creador.

Libro Tercero

Cuando el sol asomó al fondo del horizonte y el hombre se incorporó de su primer sueño, encontró que a su costado el insignificante brote se había convertido en un pequeño arbusto del que empezaban a brotar delicadas flores, rosadas premoniciones del principio de la humanidad.

Pasaron los días y las noches, y Adán esperaba sentado a la diestra del manzano, que se alzaba frondoso, imponente y lleno de frutos lustrosos. Pero Dios, recostado entre las nubes, no estaba conforme ante la cobardía supina de su novel creatura, que no se atrevía a explorar el mundo que le había regalado, no se separaba del árbol, ni siquiera se levantaba. Entonces, ya un poco harto, descendió nuevamente.

—He puesto a tus pies más de lo que podrías imaginar, más de lo que tus fuerzas alcanzarían a descubrir, pero te conformas con permanecer al pie del árbol.

—Es que no necesito ir a ningún lado, Señor —contestó— prefiero estar aquí junto al manzano que plantaste y cuidarlo, como dijiste; míralo, está tan hermoso, hasta le han salido estos frutos rojos —tomó uno entre sus manos y lo extendió para que el Creador lo viera de cerca.

—En la inmensa extensión de estas praderas y atravesando riachuelos y colinas podrás encontrar cientos y miles de frutos mejores que éste, con sabores exquisitos, jugosos, con los que podrás saciar tu hambre y tu sed… —explicó.

—¿O sea que puedo comerlo? —interrumpió con sorpresa.

De inmediato Dios pensó que si Adán encontraba alimento en aquel manzano, más argumentos tendría para no moverse de su lado y el mundo seguiría siendo un potrero tras otro, una creación inútil; entonces vino a su mente perfecta una idea para salir del paso.

—De todos los frutos que he puesto sobre la faz de la Tierra podrás comer, Adán, menos de este manzano, porque es el símbolo de nuestra alianza, de la estirpe sagrada que nos une… si comieras de él sería como violentar nuestro pacto, una profanación terrible; recuerda que mi presencia circula por sus nervaduras, da fuerza a su tronco y verdor a sus hojas. Tienes prohibido comer de él.

—Y si me quedo aquí, ¿cómo podré comer de esos frutos tan lejanos? —arguyó el predecible Adán.

—Por eso debes salir a recorrer el mundo.

—Es que todo lo que quiero lo tengo aquí —se justificó.

—¿Y todo lo que está a tu alrededor?

—Todo lo que pueda haber ya lo veo desde esta colina…

El Señor perdía la paciencia con rapidez ante la terquedad humana.

—No sabes las maravillas que he creado para ti, no puedes conocerlas sentado bajo este árbol; anda, camina por las praderas, corre y descubre.

—Prefiero pasar contigo —musitó— no me gusta estar solo.

—Tú sabes que no puedo estar aquí todo el tiempo, por eso te di este manzano —exclamó firme.

—Pero no es lo mismo… ¿Y por qué no me creas un compañero, alguien con quien pueda compartir y descubrir el mundo?

Y Dios lo pensó y vio que era una buena idea, que podía crear otro ser parecido a Adán para que lo acompañara, sí, se dijo, pero un ser más suspicaz, más valiente. Tomó más barro entre sus manos y comenzó a moldear con prolijidad, tomándose su tiempo, cavilando, corrigiendo, mejorando; torneó a la mujer, escultural, de formas convexas, de facciones finas y la puso sobre el pasto, orgulloso, sopló sobre su rostro y la inundó de su gracia. Ella abrió los ojos al mundo como si despertara de un sueño. Y lo primero que vio fue al hombre, Adán, que la miraba sorprendido, encantado más bien, lleno de curiosidad; una sonrisa afloró en la cara de la mujer, presintiendo, quizá, que el destino —la mano inconsciente del Creador— los había juntado en ese insignificante pedrusco divino, en ese inmenso mundo humano, solo para los dos.

Por un instante, el primero, solo ellos existieron, al margen de la presencia de Dios que, de pronto, se volvió invisible, casi un intruso.

—Yo soy tu dios —le dijo— mírame —la mujer hizo un esfuerzo para obedecer.

—Te llamarás Eva —continuó— y serás la compañera de Adán. —Se miraron de nuevo.

—Ella es la mujer, cuídala —se dirigió al hombre, pero éste tampoco le prestó mayor atención.

Dios, que esperaba agradecimientos y alabanzas, cánticos emocionados y loas, no tuvo con qué conformarse y se desvaneció hacia su cielo algo disgustado, mientras Adán y Eva empezaban a escribir, con su desnudez absoluta, la historia de la humanidad.

No hicieron falta palabras para que juntos comenzaran a caminar de la mano, marcando con sus pies los primeros senderos en medio de las praderas; percibieron los aromas de las flores y saborearon los frutos tiernos de la tierra, recorrieron valles y montañas, se mojaron los pies a orillas de los ríos y se quedaron tardes enteras contemplando las nubes, dando nombres a sus formas; descubrieron la risa y el beso, el calor de una caricia y la tranquilidad de dormir junto a otro cuerpo. Y ahí, en un abrazo profundo, inventaron el amor, la sublimación de dos cuerpos en uno solo, perfecto, incomparable con cualquier creación divina.

Mientras tanto, desde las alturas de los cielos, Dios observaba cómo Adán y Eva vivían lejos de su diáfana presencia, cada vez más dueños del mundo, libres, enamorados, felices.

Y sintió envidia.

Dentro de su grandiosidad, el Creador no podía entender ese sentimiento que el hombre y la mujer compartían, ese nexo que se anteponía a todo precepto, que vencía cualquier adversidad y los compenetraba al uno en el otro, como seres idealmente complementarios. Él, que había pasado siglos buscando reproducir su perfección sin éxito, ahora debía conformarse con ser un extraño a ella, y que dos seres insignificantes como esos, sin siquiera proponérselo, la concibieran.

Todo es culpa de la mujer, pensó contemplando el árbol de manzano que yacía reseco, porque antes de ella Adán ni siquiera se atrevía a levantar la cabeza y vivía temeroso, suplicante de la presencia divina. Sin duda él era un tonto, pero ella no, Eva se había convertido en la fuente del pecado, el origen de la desobediencia, la responsable de que el hombre se alejara de Dios y engendraran juntos el amor, ese amor que Él desconocía y hasta aborrecía.

De la desazón pasó a la rabia en cuestión de días, la indiferencia se volvió intromisión descarada y comenzó a rumiar una intriga.

Libro Cuarto

Una noche de nubes pesadas y vientos, Dios descendió a la Tierra y tomó entre sus manos a una de sus creaturas. El cuerpo afilado y frío de la serpiente se estremeció al contacto del Creador que, sobre su cabeza triangular, exhaló un resuello de su propia furia en contra de la mujer.

—Vas a buscarla —le susurró— vas a encontrar su lecho y a morderla, vas a inyectar tu odio en su cuerpo y a infectarla con el germen de la muerte —y la depositó entre la maleza— vas a cumplir con la voluntad de tu dios, para que todo vuelva a ser como antes —completó mientras la serpiente se escabullía presurosa.

Al amanecer, la culebra encontró el descampado en el que dormían, apenas cubiertos con sus cuerpos, Adán y Eva y, siguiendo su instinto, se acercó sigilosa y la mordió con ferocidad en el talón. La queja de la mujer estremeció al hombre y lo sacó del sueño, pero ambos, con torpeza de primerizos, desconocían aquella sensación tan desagradable que sus cuerpos eran capaces de producir: el dolor. Entonces, Adán no supo más que abrazarla y acallar sus gemidos con besos y caricias, con creciente impotencia ante la macabra novedad que acababan de descubrir. Y mientras Eva se apretaba la pierna con espasmos y muecas, el hombre se incorporó a su lado con el rictus de un grito contenido, la desazón en las manos torpes, la ingenuidad en su pecho tamborileante.

El veneno doblegó de inmediato a Eva, con sudoraciones y temblores, con sollozos que se apagaban a pesar de que no habían pasado ni un par de minutos de la mordida; la palidez y debilidad se apoderaban de su cuerpo con la voracidad de la iracundia celestial. Instintivamente, como lo haría cualquier animal hasta nuestros días, Adán tomó entre sus manos el pie herido del que manaban gotas de sangre y comenzó a lamer la herida, a limpiarla con su saliva, a succionar los agujeros mórbidos con la fuerza de la angustia, vertiendo sobre el tobillo herido sus lágrimas, las primeras que un hombre derramaba sobre la faz de la Tierra.

—¡Señor! —llamó a gritos.

Dios se ocultaba entre las nubes, impasible.

—¡Señor! Ha pasado algo terrible… ese animal ha lastimado a mi mujer.

Un trueno resonó de pronto en la vasta cúpula nublada. La frase de Adán sobresaltó a Dios en su cielo. “Mi mujer”, repitió el eco.

—Tienes que salvarla, tienes que curar su pie herido —suplicó. La mujer tosió y se asió a su cuello— Dios, ¿me escuchas? —insistió, pero a sus palabras se las tragó el viento.

Entonces la tomó en sus brazos y la llevó hacia la colina de la alianza.

El Creador se levantó encolerizado, traicionado; cómo el hombre se atrevía a llamar “mía” a la mujer; ¡qué ínfulas!, se repetía, ¡qué ínfulas!

Después de una dificultosa romería, Adán y Eva llegaron al pie del árbol. Y tanta era la ofuscación del hombre que ni siquiera se percató del deterioro que había sufrido el manzano con su ausencia, con hojas rojizas que crujían entre sus pies, ramas esqueléticas y pocos frutos en vilo hacia la hojarasca.

—Mi amor —susurró Eva— no me quedan fuerzas.

—Tienes que ser fuerte, no puedes dejarme solo… —sollozó él.

El cielo volvió a levantar un reproche.

—Tengo tanto frío —gimió ella.

—Por favor resiste —volvió a suplicar— ¡mi amor! —movió su rostro casi inerme— que si tú no estás, yo tampoco quiero estar.

Un trueno más. El cielo se convulsionaba desde lo más alto, con nubes que parecían regurgitar la rabia divina, revolviéndose como tripas hambrientas.

—Tengo sed —musitó ella.

Adán la cobijaba con ternura, lavando con sus lágrimas el dolor y la gangrena que roían la carne. Miró a su alrededor en busca de algún riachuelo o una fuente para que la mujer pudiera beber unos sorbos de agua y no encontró nada. Y alzó los ojos en busca del dios que le había regalado ese mundo tan agreste y no lo encontró, solo el árbol, el manzano sagrado, cargado aún de intocables frutos, todavía jugosos, y sin pensarlo dos veces arrancó una manzana, la partió en dos y empezó a rasguñar su pulpa, a sacar el zumo para depositarlo en los labios febriles de su Eva.

Al contacto con el néctar del árbol de la vida, la mujer empezó a tomar un color más rosáceo, a respirar con serenidad y a recobrar las fuerzas. En la herida del talón burbujeaba la sustancia vil de la serpiente, como un líquido lechoso.

Apenas Eva pudo incorporarse, descubrió el fruto que tenía en su boca.

—¿Cómo has podido darme de comer del árbol prohibido?

—…

—¡Adán! —lo sacó de su pasmo.

—Porque tenías sed y no podía a dejarte sola mientras corría hasta una fuente.

—Pero Dios se va a enfadar.

—Ni siquiera lo pensé… yo… yo sólo quería aliviar tu dolor —continuó ya consciente de la gravedad de su falta.

Ninguno de ellos se había percatado de que la sombra del Creador se posaba sobre sus cabezas en forma de nubes ennegrecidas, crujientes de ira.

Eva lo besó emocionada, ya sin dolor, y se unieron en un abrazo más fuerte que la infinita furia que estaba por caer encima del mundo.

—No me dejes nunca —le pidió ella.

—Ya ves que no puedo —respondió él con una sonrisa de alivio.

Entonces, un grito retumbó desde las alturas, desde aquel confín olvidado del universo, atravesó las entrañas de la Tierra y resurgió como un bramido que se abría paso despedazándolo todo con su reverberación, explotando en la cumbre de las montañas, salpicando su lava gutural, impregnando el aire con su aliento sulfuroso, pestilente eructo de cólera. El mundo tembló, se agrietó resentido y revivió su naturaleza corrupta, antes apaciguada por la gracia celestial.

—¡Adán!… ¿dónde estás? —gruñó Dios.

El hombre y la mujer se abrazaron más, agazapados debajo del manzano.

—¿Por qué te escondes de mí?, ¿crees que no sé dónde estás? —el árbol mancillado empezó a incendiarse, a crepitar, sus frutos estallaron, sus hojas se achurruscaron.

Adán se desbordaba de miedo y empezó a temblar.

—¡Qué hice! —repetía— ¡qué he hecho! —y se halaba de los cabellos entre pucheros.

Eva lo despegó de su pecho, lo miró, le tomó de la cara —¿te arrepientes de lo que hiciste? —le preguntó con dulzura, poniendo en los hombros del hombre la decisión final, el comienzo del éxodo, el estigma que su casta no olvidaría jamás.

Él movió la cabeza en señal de negación.

—¿Estás seguro de que no te arrepientes de lo que hiciste? —insistió ella.

—Sí… estoy seguro —respondió todavía confundido.

—Entonces ven —le dijo ella con una sonrisa, gesto imposible frente a la hecatombe— vamos, ven conmigo.

Y tomándolo de la mano con fuerza le ayudó a ponerse de pie antes de salir a la pradera convulsionada por la ira de Dios, ella de la mano de su hombre y él de la mano de su mujer.

La Franciscana, 2005
Publicado en Pecados de origen (El Conejo, 2009)

2018-04-18T14:29:08+00:00