//‘Laberintos’

‘Laberintos’

“No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro”
 
Laberinto
Jorge Luis Borges 

Resucité al tercer día.

Escapo del panteón prematuro en el que caí hace algunas noches y busco a tientas la luz. Enciendo una lámpara y vuelvo a la realidad. En la mesa, una botella hambrienta me seduce a sus últimas gotas; agacho la cabeza y vomito algo lechoso que se pierde en la alfombra; el humo casi ha desaparecido pero el hedor persiste. Entro al baño. Descubro que estoy duchándome con ropa; el agua helada que golpea mi cara, revuelve los recuerdos sepultados con cada contracción del vientre; siento las vísceras vaciarse por entre mis piernas hasta oscurecer el agua que traga el sifón. Casi dormido, me arrimo a una de las paredes cuadriculadas, resbalo y vomito de nuevo, aunque sean solo bocados de aire.

 

 

 

No sé cuánto tiempo ha pasado, sigo en la ducha y despierto con una punzada que me corroe desde la nuca; la sensación de haber vuelto al infierno de la ansiedad es una insoportable presión en la cabeza. Me incorporo abrazado a los muros e intento pensar, aunque mi cerebro todavía esté muerto. ¿Cuántos meses he gastado en huir del mundo, en apaciguar realidades virtuales como fragmentos de paraísos prometidos que desembocan siempre, tarde o temprano, en el pantano de mi propia lucidez? ¿Cuánto más me costará aceptar que soy apenas un hombre, un estúpido fracasado que se oculta tras una neblina de ficciones?

Sin darme cuenta estoy frente al velador, abro el cajón y saco la fundita que oculta los secretos de mi encierro.

—No más; ya no más —repito en voz baja, queriendo convencerme. La dejo sobre la cama como si pudiera olvidarla. Me cubro el rostro con las manos y cierro los ojos; respiro la desesperación de saberme vivo. Hay un zumbido que crece desde adentro, escalofríos; una suerte de resignación premonitoria humedece mis dedos y ahueca mi estómago.

La tarde lucha por retirar las nubes que cubren al sol; las sopla con persistencia y cuando al fin luce despejada, ya no importa porque el sol ha caído.

Otra vez la noche.

—¡Mierda!

 

La Franciscana, 1997
Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)
2018-05-30T14:44:27+00:00