//‘El olor de la santidad’

‘El olor de la santidad’

“El 7 de diciembre de 1983
sería recordado como el Día de los Santos,
cuando el pueblito de La Loma fue invadido,
desde las cinco de la tarde,
por el cielo en pleno”

UNO

A pesar de que era huesuda y contrahecha, nunca nadie pensó que Clarita, como la llamaban todos más por lástima que por cariño, pudiera morirse así, de la noche a la mañana, sin presentar más síntoma que un carraspeo a la madrugada, acompañado del estruendo de su cuerpo inerte cayendo al piso. Como la niña era desesperantemente inofensiva, su madre, al oír el golpe, supo que ocurría algo; se levantó y corrió a la habitación, en donde la encontró con la mirada vacía. La señora no tuvo tiempo de hacer nada antes de que la impresión la desmayara al lado de la difunta.

La madre fue al entierro vestida de negro estricto, gimió entre desmayo y desmayo, renegó del injusto dios que osaba arrebatarle a su hija y terminó echándose la culpa, pensando que la virgencita la castigaba por acceder a las indecorosas travesuras íntimas de su esposo; lloró durante seis meses, religiosamente, de cinco a seis de la mañana y de cinco a seis de la tarde, frente a la lápida de cemento de la niña.

Cuando por fin comenzó a resignarse, sucedió algo que cambiaría para siempre la vida del pueblito de La Loma. Don Virgilio, el eterno acólito del cura y encargado del cementerio, en una de sus rondas nocturnas escuchó un ruido proveniente de un nicho. Como hombre creyente y temeroso solo de la ley de Dios, se armó de valor y pegó la oreja a la lápida; apenas lo hizo, oyó con más claridad cómo alguien raspaba con insistencia desde adentro. Toda la fe se le fue al piso o, mejor dicho, se le escurrió por entre las piernas, estilándole el pantalón y dejando un rastro amarillento hasta la capilla. Entró asustadísimo, convencido de que en el interior del nicho un espíritu atormentado, invadido por el diablo, pugnaba por salir. Temblaba imaginando la cara rasguñada, a medio-podrir del difunto, las órbitas de los ojos vacías, con gusanos, arañas, cucarachas, moscas, lagartijas y hasta murciélagos anidando en el vientre corroído, la ropa rasgada, caminando con los brazos extendidos, con gemidos y babas, dejando una pestilencia a su paso, «el olor de la muerte», le describió al párroco que lo veía intrigado, sin dar crédito a sus muecas; el cura lo tranquilizó, primero con un vaso con agua y, luego, muy a su pesar, con una bofetada bíblica que no solamente le quitó el miedo, sino también dos dientes falsos que fueron a parar al estómago del acólito.

El padre Ciro, un italiano sesentón, escuchó tres veces la historia del endemoniado, y preguntó y repreguntó para descartar los detalles que variaban entre versiones. Asumió que el pobre viejo no salía del susto y que la bofetada no le había dejado más que un seseo insoportable, así que decidió cerciorarse por sí mismo. Tuvo que sacar a empujones de la sacristía a don Virgilio y conminarlo para que le mostrara el sitio exacto; caminaba un par de pasos atrás del cura, con su sombrerito en las manos y alguna letanía entre dientes, hasta que llegaron al nicho; entonces, dio un alarido desgarrador y se dejó caer de rodillas al piso, a los pies del sacerdote. Debieron esperar unos minutos, conteniendo la incredulidad del uno y el escándalo del otro, hasta que por fin escucharon rasguños y lamentos que venían del interior de la tumba.

Al regresar a su oficina, el padre Ciro se sentó en su ‘silla de aconsejar’, como llamaba a un taburete morado-descolorido desde donde escuchaba los problemas de los lomeños, se puso una sotana, una estola verde y, con la Biblia en el regazo, empezó a pensar. Desechó las opciones diabólicas desde el primer momento y se centró, más bien, en recordar quién era Clara Isabel Quintana Porras, la dueña del nicho. A los pocos minutos, recordó que ese nombre tan largo y tan serio era el de Clarita, la niña muerta meses atrás.

Entonces comenzó a maquinar la historia de la Santa de La Loma, una niña muerta sin causas aparentes y que, por la infinita devoción que profesaba, decidió dar su vida a cambio de redimir al pueblo de sus pecados.

Antes de que se corriera la noticia, el sacerdote visitó a la familia Quintana Porras y, después de hablar sobre lo buena que había sido la difunta, les contó el extrañísimo suceso y la explicación correspondiente. La madre se desmayó, como de costumbre, y nadie se percató siquiera de que desapareció de la sala, pues el cura y el señor Quintana se abrazaban eufóricos, alabando al Señor y pensando cómo organizar una procesión en la que se presentara a Clarita, la Santa de La Loma.

Fue así como, en menos de dos semanas, la fama de Clarita se extendió a los pueblos adyacentes, desde donde venían a rezar –con enfermos, niños, ancianos, ofrendas y limosnas– al nicho pintado, adornado, perfumado y custodiado siempre por un familiar de la Santa o un allegado al cura que, arrimado a la lápida, avisaba cuando Clarita daba sus mensajes cifrados.

Pero como las demostraciones sobrenaturales se producían cada vez con menos frecuencia, la madre de la niña y su grupo de viejas beatas pensaron que Clarita estaba molesta por tanto alboroto mundano en un sitio consagrado al recogimiento y se negaba a revelarse ante los curiosos. La señora sintió la responsabilidad de calmar el sufrimiento de su Santa, convencida de que, incluso después de muerta, seguía asumiendo los pecados de todos y eso ya era bastante como para, además, hacerle tener corajes. “Con los muertos no se juega”, le dijo una amiga tragahostias, “y peor con los que están tan cerca del Altísimo”.

Así que formaron una comitiva para hablar con el padre Ciro que, desde que comenzaron a darse los milagros, prácticamente había desaparecido, siempre recibiendo gente en su oficina o arreglando reuniones con los fieles de otros pueblos. Pero el cura ni siquiera les dio una cita, estaba demasiado feliz porque las recaudaciones se habían multiplicado, el pueblo convertía en un centro de fe y ése era un buen motivo para restaurar y ampliar la iglesia, y consagrarla a la Santa, claro. Mandó a hacer afiches, estampitas, figuras y relicarios, a componer cantos y oraciones, decidió que los jueves serían días de penitencia y ayuno, y los martes y sábados días de limosna; organizó una procesión quincenal, como preparación a la gran peregrinación que incluiría a seis pueblos vecinos; consiguió que el cementerio llevara el nombre de la muerta, así como la calle principal y el único parque que, hasta ese momento, se llamaba Abdón Calderón. Recibió donaciones a granel, desde gallinas y cerdos, canastos con frutas, muebles, dinero, joyas, cuadros antiguos y otros que hacían alusión al tema, hasta una rocola que fue sacada en hombros desde una cantina llena de arrepentidos hasta la iglesia, en donde permaneció junto a un órgano desvencijado y un aparador de roble.

Los trovadores locales le compusieron un yaraví, que cantaban por los corredores del cementerio con una guitarra llorona y seguidos por algún penitente que exhibía sus remordimientos con gimoteos y latigazos. Muchas tumbas fueron pintadas y desyerbadas, y los parientes de los difuntos se pasaban horas enteras contemplando las lápidas, pensando, quizá, porque no revivían también sus muertos.

El día de la gran peregrinación salieron desde Puncahua, un pueblo aledaño, alrededor de mil personas, encabezadas por cinco curas, uno más viejo que otro, que imponían un paso somnoliento, entre cánticos desesperanzados y rezos inentendibles. A sus espaldas, y cargada en andas por ocho acólitos, iba una estatua de La Santa de La Loma, en la que un carpintero de Chimbío, otro de los pueblos participantes, plasmó a una niña envuelta en un sudario blanco, que salía con rictus de mártir –medio sonriente, medio atormentada– desde su tumba, con el Corazón de Jesús en una mano y una rama de laurel en la otra. La imagen complació a todos los devotos menos a la madre de la Santa, que no entendía por qué habían esculpido a su hija con la tez blanca, ojos verdes y cabellos castaños.

La procesión tardó tres horas en llegar a La Loma, bajo un sol vertical que insistía en alumbrar el camino de la Santa, según don Virgilio, que se adelantó a paso de soldado hasta la iglesia del pueblo para alistar la decoración, los niños con sus canastitos de pétalos, un callejón escoltado por lisiados y ancianos, y al final –como para investirla ante los altares– la capa que le confeccionaron a la estatua, en terciopelo verde de metro y medio, bordada con hilos dorados y lentejuelas alrededor del escudo del pueblo y las letras S.C.D.L.L. (Santa Clara de La Loma). La corona, que tenía casi treinta centímetros de altura, fue hecha en Puncahua con el diámetro de la cabeza del padre Ciro mientras tallaban la efigie en Chimbío.

Ya en la iglesia, don Virgilio se puso a acomodar unas ofrendas entregadas esa mañana, que tuvo que llevar hasta una bodega improvisada cerca del campanario, y no se percató de lo que sucedía afuera, en el cementerio, hasta que el párroco entró, con cara de loco y halándose de las barbas, vociferando que el cuerpo de Clarita había desaparecido, con ataúd y todo.

DOS

El padre Ciro se encerró en su oficina durante dos días e hizo penitencia para que apareciera el cuerpo, pero no. Al tercero, incitado más que todo por el hambre, salió y decidió que si Dios no resolvía el misterio lo haría él, como su más cercano representante en ese pueblucho. Recorrió el cementerio de principio a fin, se metió en el nicho vaciado y solo encontró polvo y aserrín. Permaneció más de una hora frente a la tumba, haciendo memoria sobre algún detalle que lo ayudara a resolver la incógnita, recordó a la gente desconcertada que se agolpaba frente al hueco, metiendo las manos, tocando el suelo del nicho para retener un poco de la tierra en donde había reposado la Santa. Incluso se acordó con una risilla de una señora que, rosario en mano, insinuó que la difunta debió subir al cielo en cuerpo y alma como Cristo, a lo que alguien sugirió que entonces había que buscar al ataúd volando por el cielo…

Volvió a su oficina y recibió la visita de docenas de creyentes, a los que tuvo que explicar que no se explicaba lo que había sucedido. Cuando todos se marcharon, se quedó pensando, y sintió lástima por los familiares de la muerta, sobre todo por la madre de Clarita, que se resintió cuando él le dijo, antes de salir a Puncahua el día de la procesión, que aceptara los designios divinos, que la Santa ya no era de ella, sino de todos. Se arrepintió de haber sido tan cruel, de haberla dejado tan triste; tan triste que ni siquiera asistió a la procesión, tal vez por culpa de esos ataques y desmayos que solían darle. Debe seguir dolida, pensó, o enferma, por eso no ha venido.

De pronto, el cura dio un manotazo en su escritorio, haciendo saltar a un San Agustín que lo miraba desde una esquina y que, en su rigidez, no pudo evitar caer de bruces. Lo había descubierto, “sí”, se decía, “por algo soy cura, por algo estudié tantos años en Roma…”

TRES

La madre de Clarita se quedó mirando el cuerpo cobrizo de la muerta, envuelto en el vestido blanco de su primera comunión. No podía creer que ese rostro ajado fuera el de su pequeña, el que acarició miles de veces y que ahora, si no fuera por su santidad, hasta le daría asco. No sabía qué sentir, no sabía si había sido una locura robarse el símbolo de la fe del pueblo y tenerlo ahí en la sala, con la tapa abierta del ataúd, exhalando un aroma pegajoso, como fermentado.

La idea con la que las vecinas convencieron a la madre de la niña para que accediese al robo, fue convertir su casa en un santuario para que los peregrinos la veneraran de cuerpo presente y, de paso, dejaran ahí sus ofrendas y no en la iglesia donde el cura se había apoderado de la Santa, del milagro y las donaciones. El problema era que Clarita se descomponía como cualquier mortal y ese olor a amoníaco no iba con la divinidad que le atribuían. Por eso, a una de las señoras se le ocurrió que ayudaría vestir a la Santa con un traje elegante, uno de novia, quizá disfrazado con encajes y fuelles, y maquillarla para que recobrara su color natural; pero nadie, a pesar de la fe, quería tocarla y peor aún moverla, pensando que podía desarmarse, quebrarse o, peor aún, enojarse y echarles una maldición. Entonces encomendaron a la consternada dueña de casa que, ya que era su hija, le colocara todos los adornos posibles para adecentarla. Escribieron una lista, consiguieron lo necesario y, desde lejos, daban las indicaciones a la madre de la difunta: hicieron que le arreglara el vestido, que le pusiera un collar, anillos, aretes, guantes y hasta medias, pero como se seguía viendo igual de pútrida, le colocaron una peluca y, con una brocha, le pintaron la cara con un tono salmón. Para que la fetidez se perdiera, la rodearon con pétalos de rosas, primero, encendieron incienso en las esquinas de la caja, después, y terminaron por esconder bolas de naftalina bajo las enaguas y el tocado.

CUATRO

A los pocos días, más de veinte personas, encabezadas por el cura, llegaron a la casa de los Quintana Porras con ánimo de linchamiento. Se pararon junto a la puerta mientras el padre Ciro llamaba con furia, como si quisiera sacar un demonio del cuerpo indefenso de una niña. Al no tener respuesta, la masa comenzó a gritar y a lanzar piedras contra las ventanas, hasta que el señor Quintana, con cara de acontecido, salió a pedirles cordura. La turba no lo vio, o no quiso hacerlo, y le propinó tantas pedradas que el agredido no pudo hacer más que volver a su casa, tambaleándose con la cabeza rota. Entonces, el párroco, por iluminación divina, comenzó a calmar a los inquisidores, diciendo que Dios no quería que nadie más sufriera.

Cuando no quedaba ni un vidrio entero y medio pueblo rodeaba la casa, el cura entró a la casa seguido por los lomeños enardecidos. Ya en el interior, encontraron a cinco o seis viejas escondidas debajo de las camas, sollozando por el espanto, y al padre de la muerta-casi-santificada, que temblaba en un rincón de la cocina, sosteniéndose a medias un colgajo de cuero cabelludo; el ataúd estaba cerrado y de su interior salían unos gemidos penetrantes que provocaron la huida del grueso de los linchadores. Abriéndose paso entre lloriqueos y rezos apocalípticos, el padre Ciro llegó hasta la caja y acercó la oreja a la tapa; luego de un momento, se incorporó y se santiguó sin dar crédito a lo que oía. Permaneció silente un par de minutos hasta que la tapa del ataúd comenzó a levantarse. Los pocos lomeños que aún quedaban retrocedieron o salieron, pálidos de espanto, pero el cura se quedó estático, sin valor siquiera para moverse. Por un momento, sintió más que nunca que Dios sí existía, que su fe había valido la pena. Mas cuando la tapa se abrió hasta donde permitían las bisagras, comenzó a salir, miembro por miembro, la asustada madre de Clarita, que se había encaramado a horcajadas sobre la difunta para coserle unas florcitas en la pechera del vestido cuando comenzaron a llover las piedras y, como siempre, se desmayó; el esposo, luego de recibir el castigo popular, quiso sacarla del cajón pero solo alcanzó a cerrarlo de una patada mientras corría a esconderse.

La señora salió y empezó a pedir perdón a diestra y siniestra, bañada en lágrimas, justificándose, culpando a las vecinas beatas. Pero mientras la doña se postraba ante la indiferencia del cura, don Virgilio entró a la casa haciendo a un lado a todo el que se le cruzaba hasta llegar junto al sacerdote, que no lograba salir de su asombro. Oyó el susurro del acólito pero no escuchó nada, pensando más bien en lo sucedido, la turba, los heridos, la Santa podrida y disfrazada…

Don Virgilio lo tomó de la mano, lo sacó de la casa como a un autómata y lo condujo hasta el cementerio, seguido apenas por un par de lomeños, porque el resto se quedó en la casa de los Quintana Porras para vigilar que Clarita no volviera a escaparse. El viento helado de la serranía hizo que el cura, a medio camino, volviera al mundo y entendiera que otro muerto había revivido. Llegaron frente al nicho y se quedaron callados. No hacía falta acercarse mucho para oír los rasguños y los gemidos. Los acompañantes se arrodillaron para rezar. El religioso se quedó mirando la inscripción en la lápida: José Aníbal Verduga. Cerró los ojos para recordar al difunto y, al abrirlos, murmuró con un resoplido: viejo borracho.

Caminó hasta su oficina y se sentó a pensar: un anciano alcohólico y dueño del único burdel de la zona no podía hacer milagros, sería imposible justificarlo con alguna historia, ¿cómo explicaría ese regreso desde el infierno? Después de una hora, hizo llamar a quienes sabían del nuevo milagro y les hizo jurar, bajo amenaza de excomunión y condenación eterna, que no lo contarían a nadie. Salió, como la primera vez, a recorrer el cementerio y lo único curioso que encontró fue que la tumba del anciano colindaba con la de Clarita, pero pensó que la santidad no se contagiaba y peor entre los muertos.

Ya entrada la tarde se encaminó hacia la casa de los Quintana Porras. Lo recibió la madre de la muerta, cabizbaja y ojerosa, y le suplicó que no se llevara a su hija. El cura la calmó, le hizo ver que su hogar no era el espacio más adecuado y peor en ese momento, entre vidrios rotos y piedras; le aseguró que todo se arreglaría al día siguiente cuando trasladaran el cuerpo a la iglesia, en donde debía estar; le dijo que haría lo posible para conseguir algunos fondos y contribuir al arreglo de su casa, como obsequio de la Santa, la Santa de la Loma.

CINCO

El padre Ciro despertó a las seis de la mañana sin saber qué hacer en cuanto al borrachito milagroso; se vistió silbando un villancico y desayunó una manzana que encontró en su oficina. Salió hacia el cementerio y pasó por la tumba del señor Verduga, que permanecía en silencio… “ha de estar chuchaqui”, pensó divertido.

Entró a la iglesia y exaltó a los feligreses a que lo ayudaran a preparar el templo para la llegada del cuerpo de Clarita, pidió flores y les hizo repasar cantos y oraciones. La misa estuvo llena de una emoción tensa y en el sermón el cura habló sobre el perdón, en relación a los padres de la Santa y a la salvaje respuesta del pueblo. Incitó a dar ofrendas para que Clarita no sufriera más por las faltas de La Loma, los perdonase y así pudieran gozar todos de la gracia de Dios. Después se enrumbó a la casa de los Quintana Porras con un séquito de devotos curiosos mientras don Virgilio volvía a decorar la iglesia. Caminó por las calles adoquinadas, saludó a los vecinos y los invitó a la ceremonia de traslado de la Santa. Llegó a la casa, abrazó sonriente a sus dueños y les hizo partícipes del perdón popular, que no era más que el perdón de Dios hecho carne en sus semejantes. Pidió que abrieran el ataúd y escuchó atentamente los cuidados que le habían prodigado al cuerpo; recibió una funda con incienso, una brocha y el tarro de pintura, para retocarla si llegaba a desportillarse. En señal de un respeto cargado de aversión, pidió a la madre que se hiciera cargo de embellecer aún más a su hija, hasta las cinco de la tarde, hora en que la llevarían en romería a la iglesia.

Salió henchido de felicidad y encargó a sus acompañantes que avisaran sobre el traslado en las poblaciones cercanas. Regresó a la iglesia, supervisó la nueva decoración y confesó durante dos horas a los arrepentidos del día anterior. Almorzó con los curas de los otros pueblos, les puso al tanto de lo que necesitaban saber y los despachó a las dos de la tarde para que organizaran a sus feligreses. Volvió a su oficina, se sentó en su sillón de aconsejar y cerró los ojos. Una hora más tarde, y antes de vestirse para la ceremonia, dio una vuelta más por el cementerio, se paró frente a la tumba vacía de Clarita, se santiguó de pasada y se acercó al nicho del señor Verduga con una mirada desafiante. A los pocos segundos empezó a oír unos roídos cortitos y agudos, lanzó una maldición y golpeó la lápida con la mano, “cállate… ¡cállate infeliz!”

Volvió a su despacho, tomó un crucifijo de su cajón, se lo dio a don Virgilio y le conminó a vigilar al señor Verduga, por si acaso. Se aseó, lustró sus zapatos, se vistió con la misma indumentaria que estrenó en la procesión trunca y se fue. Cuando llegó a la casa de los Quintana Porras, encontró a Clarita resplandeciente, pero no por obra de su santidad sino por una última mano de pintura que acababa de aplicarle la madre, en su afán por verla hermosa. El cura pasó media hora soplando la cara de la difunta para ver si se secaba, usando incluso su Biblia para abanicarla. Después, la señora asomó con un canasto de pétalos rociados con una esencia, que el padre tuvo que acomodar en la caja, a los lados de la muerta.

La gente se congregó a lo largo de la calle, entonaron cantos tristones y cuchichearon sobre cómo había quedado la casa y la cabeza del señor Quintana. Se amontonaron en las bocacalles, cargando figuritas y ofrendas, con sus mejores ropas, con velos en las caras y rosarios en las manos. A lo lejos, y como flotando sobre un mar de cabezas negras, apareció la estatua de Clarita con su capa verde y su corona, soldada a una vara de hierro por un extremo y clavada a la nuca por el otro.

La procesión arrancó con el susurro general y llegó a la iglesia según lo planificado por el párroco. Al entrar, el coro entonó un cántico mientras los feligreses se apresuraban hacia las filas de asientos para ganar puesto. Como muchos se quedaron afuera, el cura los hizo apiñarse en los pasillos, a los costados o cerca del altar, porque todos tenían derecho a contemplar a la Santa y recibir sus bendiciones.

A la mitad de la misa, y ni bien se endulzaba en un sermón dramático, el padre Ciro oyó que lo llamaban. Quiso continuar como si nada. Miró a su alrededor mientras hablaba de la fe salvadora pero no logró descifrar quién lo molestaba. Otra vez, pero más fuerte, que hasta los sacerdotes a su lado buscaban y se veían extrañados. Hablaba de la devoción ciega y el desprendimiento de bienes materiales, y seguía buscando, se callaba y volvía a hablar, ahora de los diezmos, de las ofrendas a la Santa y guardaba abrupto silencio, volvía a oír su nombre y observaba a los feligreses, sus bocas, sus gestos, balbuceaba, carraspeaba y trataba de retomar el sermón sin recordarlo, se refería al ejemplo de Clarita, a su profundo amor por Dios, y otra vez oía su nombre, se rascaba, escudriñaba a sus acompañantes, veía de reojo el ataúd a la espera de que lo llamaran nuevamente. Todos en silencio. “Padre Ciro”. Dio vuelta y de la puerta entreabierta de la sacristía vio salir unos dedos enmugrecidos; sintió una profunda ira en contra de don Virgilio y le hizo una seña terminante para que lo dejara en paz. Sin embargo, el acólito volvió a llamarlo con susurros desesperados por el resto de la ceremonia, que fueron talando la paciencia del reverendo hasta sus límites. Después de una bendición apurada y dicha entre dientes, el párroco se acercó al cura de Chimbío y, mientras se arremangaba, le pidió que dirigiera los cantos y las plegarias por la Santa.

Apenas entró a la sacristía, furioso, algo se prendió a sus tobillos, entre llantos desconsolados. Pensó en golpearlo de una vez, en insultarlo y excomulgarlo pero se contuvo, pensando en Clarita; solo lo separó de sí, encendió la luz y lo miró interrogante. El pobre viejo se secó las lágrimas y se limpió la nariz con la manga del saco. Alzó los ojos, sin salir de su ataque, sin poder decir nada más que “yo lo vi, es el diablo, yo lo vi”.

El padre intentó consolar al anciano sin mayor resultado, lo revisaba sorprendido, sus manos raspadas, su cara aindiada, y solo después de unos cinco minutos logró que el acólito le contara lo que sucedía: estaba vigilando al borrachito y de repente escuchó los mismos ruidos. Quiso conservar la calma, imbuido por el recuerdo de Clarita, pero sintió un escalofrío que le obligó a retroceder y, cuando se alejaba, comenzó a escuchar los chillidos y los rasguños dentro de otras tumbas. Entonces el miedo se volvió pavor porque los ruidos salían del nicho de una tal Rita Yumiseva, una de las señoritas del burdel del señor Verduga a la que habían acuchillado y botado en una quebrada hacía años; “ahora están reviviendo solo los malos!”, repetía, “¡y eso debe ser cosa del diablo”.

Don Virgilio pensó que el demonio se estaba apoderando de los muertos del pueblo y, aunque decidió huir no solo del cementerio sino de “este pueblo maldito”, se acordó que su mamá, “que Diosito la guarde en su gloria”, también estaba enterrada ahí y no podía permitir que volviera del más allá “con cuernos y patas de chivo”. Se enojó tanto con la idea de que su “mamita fuera por el pueblo buscando guaguas para comerse sus almitas” que se le olvidó el miedo y, con el cabo de una escoba, comenzó a apalear las lápidas para que el diablo saliera, “igualito a como hace su mercé’ cuando a los gatos les da por maullar desde el campanario”.

Pero mientras él aporreaba las láminas de bloque y cemento, el Maligno se metía en los cuerpos descompuestos de los otros difuntos y les hacía llorar. Convertido en un verdadero exorcista, don Virgilio siguió el rastro sonoro del demonio hasta que volvió frente al nicho del señor Verduga y se calló.

Sin saber si la cruzada había resultado y Satanás había vuelto a los infiernos, el acólito se sentó junto a la tumba de la niña adorada y se puso a murmurar rezos con todas sus fuerzas. No había llegado a la mitad del quinto Ave María cuando tuvo la certeza de que Lucifer seguía ahí, agazapado entre las losas, atrapado entre la santidad de Clarita y sus rezos reconcentrados; se armó de nuevo con su escoba, se encomendó al santoral entero y lo vio salir por un huequito del nicho, “no tenía los cachos curvos ni el rabo peludo del cuadro de la sacristía”, no, se había disfrazado de una rata enorme y cerdosa para escaparse de él, “de la ira de Dios”, como vociferaba el padre Ciro en las misas de difuntos. Don Virgilio quiso pegarle para terminar de una vez el trabajo que dejó inconcluso el mismo Creador, pero Satanás lo miró, como amenazándolo…

Al pobre anciano le volvió a flaquear la fe contra la mirada infame de la bestia, y ni se dio cuenta en qué momento soltó la espada de limpieza y corrió hasta la iglesia para que el demonio no lo metiera en uno de esos huecos del cementerio, pasadizos del averno, para que lo atormentaran los otros diablos; “por eso le llamé en media misa”, y lloraba tirado a los pies del padre, aferrado a su sotana, imploraba que no lo dejara solo, que no quería irse al infierno, que dormiría al pie de su cama porque el diablo les tenía miedo a los curas.

SEIS

El padre Ciro le prestó la estatuilla de san Agustín para que lo protegiera si el ‘mismísimo’ volvía a aparecer y lo dejó instalado en su oficina mientras él iba a revisar. Cuando el cura salió, don Virgilio se metió en el armario donde guardaban las sotanas y se puso a rezar de nuevo. El padre caminó hasta los nichos poseídos y trató de oír algo inusual: los mismos ruidos. Entonces revisó el agujero del que había hablado el acólito, golpeó la lápida del borracho y unos chillidos suavecitos comenzaron a traspasar las tumbas; fue hasta la de Clarita y palpó su superficie, se encaramó para llegar hasta el fondo y, aunque no lo logró por su vientre abultado de limosnas mal digeridas, se revolcó entre polvo, aserrín y excrementos de algún roedor. Recorrió con el haz de luz de su linterna el fondo y los vértices del nicho sagrado y atisbó algo que podía ser un hueco. Esbozó una sonrisa, apagó su linterna y se sentó a unos metros. A los pocos minutos, una rata salió de la tumba de Clarita, caminó hacia afuera y, cuando el cura tosió a propósito, se esfumó por el mismo agujero.

Entró a su oficina y abrió ligeramente la puerta que daba a la iglesia; con una seña, le pidió al cura de Chimbío que prolongara un poco más las alabanzas. Fue hasta la bodega y sacó un frasco de veneno que don Virgilio usaba para eliminar a los gatos del campanario; entró a la cocina, tomó unos trozos de carne molida para empanadas y salió hacia el cementerio. Una vez allí, introdujo el veneno en bolitas de carne y las metió en los huecos mientras tarareaba una de las canciones que se escuchaban desde la iglesia. Regresó a su oficina y llamó al acólito, que salió hipando del armario; lo sentó en su silla de aconsejar y le explicó lo que sucedía. Le dijo que había interpretado todo mal, que lo que sucedía era que Clarita había sido muy querida por todos y que por eso Dios, para demostrar su grandeza y el profundo amor por sus hijos, permitió que ese día, 7 de diciembre, el día de la Santa de La Loma, todo fuera júbilo y así como en el cielo los ángeles, los arcángeles, los serafines y los querubines estaban de fiesta por la fe renovada del pueblo y su venerada Clarita, ‘la sierva de Dios’, aquí en la tierra también había algarabía, tanta algarabía que hasta los muertos se regocijaban en sus tumbas. Ése era el milagro de la niña.

El anciano se quedó absorto, preguntándose cómo su estúpida cabeza había inventado esa historia del demonio sin darse cuenta de que había presenciado otro milagro, cómo había sido tan tonto, tan incrédulo si todo era obra de Dios.

El padre Ciro le dijo que, como penitencia por su falta de fe, debía dar testimonio de este nuevo milagro, tal y como había sucedido en verdad y no como malentendió su mundana cabeza con ese ataque de histeria. El viejo se sintió avergonzado por su falta y salió atrás del cura a la iglesia, en donde, después de terminar los rezos, el párroco anunció el milagro colectivo y puso como ejemplo de fe y humildad a don Virgilio, cuya devoción había sido premiada por Dios, haciéndolo testigo de sus prodigios. El acólito sintió el alivio del perdón divino con cada palabra de su relato, con cada detalle obviado que recibía la aprobación cómplice del cura.

Cuando la gente salió de la iglesia, inundada de fe y alegría, el padre Ciro se acercó a don Virgilio, lo abrazó y lo felicitó por la farsa que inocentemente había armado y por la que sería recordado como el ‘testigo de la Santa de La Loma’, a la que tuvo que perfumar con naftalina todos los días del resto de su vida y retocar la cara con la pintura color salmón que le traía la señora Quintana todos los meses.

La Franciscana, 1999
Inédito.
2018-06-05T21:47:26+00:00