//‘Dos contra el mundo’

‘Dos contra el mundo’

Ni a lo que fue. 
Peor a lo que pudo ser.
Y no fue.

Que es trillado, me dices, que a nadie le va a interesar otra historia de amor. La misma. Y canturreas una canción mientras te sientas en el diván con sorna. Hasta el título es soso, te ríes, un lugar común de esos de los que incluso los escritorsuchos de cafetín huyen, meloso, encima de todo.

Me dejas medio avergonzado a un lado del sillón. Pero es que no sé de qué más escribir, murmuro; y claro, tienes que hablar de nosotros, empiezas, como si para mí no hubiera sido suficiente tener que vivirte entre estas paredes, ahora también me condenas a ti en un papel, en un cuento que, como siempre, has de mandar a esa revista en la que te publican cada bodrio, por supuesto, encantados –van a decir– aunque en el fondo lo hagan solo porque eres amigo del editor. Pero eso no les importa a escritores como tú, ¿verdad?, mientras yo tengo que resignarme a la inmortalización forzosa que has hecho de mí en esta hoja.

Esto es lo más parecido a la bendición maldita del cura, ¿hasta que la muerte los separe?, ahora ni eso, me has enjaulado parasiempre entre tus líneas como barrotes, me has etiquetado a perpetuidad como malísima, supongo, tan común en ti eso de venderte víctima, llorón como buen marido.

Si no quieres no lo leas, porque a estas alturas ya ni siquiera somos algo aunque en el cuento seamos tanto. Al final, ¿a quién le va a importar si nos amamos alguna vez o si todavía?

Si vas a volver con tu cantaleta yo me largo, dices mientras te incorporas con fastidio, no te leo para recordarnos y mucho menos para hacerte feliz, lo mío es un asunto de curiosidad, digamos que me interesa conocer las estupideces que habrás puesto en mi boca con tal de lucir tu veta de sufridor.

Ahora te vuelves a sentar, te arreglas el pelo y te frunces con fingida solemnidad. Y claro, si voy a leer el resumen del martirio que ha sido vivir conmigo, ¿qué cara quieres que ponga?, ¿me río? Hay cosas que ni el sarcasmo logra disimular, eso lo deberías saber de sobra, tan de sobra como tú para mí…

Empiezas a leer.

Era octubre, mediados. La luna se volcaba sobre la ciudad con su cara amarillenta; el viento besaba las ventanas y se colaba por los marcos y las rendijas. Tras mi puerta, tu cuerpo se desnudaba de vergüenza; se dejaba envolver. Y la noche se detenía como si todo el mundo estuviera atento a nuestro galope amatorio, acompasado de un jadeo que terminó por quebrarse en su espasmo conjunto.

Los perros no dejaron de ladrar, los borrachos no aguantaron las arcadas ni las viejas dejaron de putear a sus hijos, comentas, yo no me acuerdo de la luna ni de las estrellas.

¿Cuándo te volviste tan hosca?, pregunto. Y, sin esperar un segundo, escupes que desde que dejé de importarte, desde que aceptaste que yo y mi (tele)novela somos más o menos la misma mierda.

El aroma de tu vientre se impregnó contundente en mi rostro, tus palabras se instalaron en mi memoria, tus dedos cortos de uñas largas, tus pechos tan blancos. Tu pelo enredadera me ató a esos pilares que hipaban en el camastro al son de tus muslos, armiño invernal. Y no hubo más insomnios de techo sucio y sábanas grasientas, de días enteros de anidado estéril. No más madrugadas gélidas ni mañanas sin motivo.

¿Quién creería que ibas a resultar así de patético? ¿Hacer una apología de un simple polvo? Ahora estoy más que segura de que para ti no hay cómo entender el amor sin la cursilería. Y ni siquiera eso, porque ni nos amábamos entonces, ¿cuántas veces fornicamos con saña y hasta con rabia, y nos amamos más que aquella vez, casi desconocidos? Pero tú tienes que hablar de esa noche, la peor, la más traumática de toda relación. Te has puesto una careta de virgen soñadora que te impide ver cómo fue que nos enamoramos de un tajo y cómo tardamos más de tres años en aceptar el desamor, paliando reconciliaciones y silencios.

Tampoco digas eso. ¿Cuántas veces me bebí hasta tu sudor, cuántas veces llegamos extenuados de ron al lecho a desnudarnos a jalones, como si la vida no nos diera un solo día más? No todo fue malo y lo sabes, aunque ahora quieras borrarnos a manotazos.

Si no fue malo, fue peor, fue terrible, como todo matrimonio. Eso de la convivencia es un invento absurdo, por decir lo menos. Qué triste que una pareja tenga momentos agradables solamente después de confrontarse, que perviva en el amor resucitado del menosprecio, malherido después de cada desencuentro, como si se declarara inútil otro amor que no fuera el que perdona insultos y necesita sufrir para ser. No es necesario llorar para alcanzar la felicidad, si ésta existiera. ¡Y no pongas esa cara!

¿Qué tiene de malo idealizar lo que uno más recuerda? ¿Por qué tendría que decir que aquella noche fue horrible y definirla con brutalidad más que con ternura?, reclamo con cierto dolor. Porque hemos sido más brutalidad que ternura, gritas, porque la ternura se nos agotó entre esas sábanas, esa misma noche quizás, mientras que la brutalidad nos ha durado, nos ha explotado encima aunque ahora quieras disfrazarla con tu escritura adolescente. No hablo de todo lo que nos ocurrió sino de esa noche apenas, ¿por qué habría de contaminarlo con lo que pasó después?, y eso si en verdad pasó como pretendes convencernos. Si fuimos tan felices desde el principio, ¿por qué no luchamos hasta el final?, si mi cuerpo emanaba esa trascendencia que tanto buscabas, entonces, ¿por qué me dejaste ir? Tu cursilería tan dolida te ha vuelto incoherente; es una empresa imposible vender piedras pintarrajeadas de dátiles. Si vas a venderme como una bruja, no me imagines como una princesa. Si me vas a pintar de malvada, entonces hazlo con rabia, inocula tu veneno desde la primera línea y no embarres con lágrimas y mocos el papel desde el título.

Es que tampoco has sido una pesadilla, me defiendo, si lo leyeras al menos un poco más te darías cuenta de que mis palabras no te odian, que prefiero retratarte a veces dulce y a veces violenta, como fuiste, con esa crudeza que te impulsa a maltratarme aunque me visites porque me extrañas. Estúpido y pretencioso muchacho, respondes achinándote, tendrías que nacer cien veces más para alcanzarme. Pobre diablo que no entiende que he vuelto solo para deshacerme de ciertos recuerdos.

Quisimos que el encantamiento perdurara pero el invierno humedeció tus ojos sin más razón que nuestra sinrazón. Los témpanos escarcharon mi pecho con su hálito y me ocultaron de ti hasta que te convenciste de mi ausencia como quien no tiene más remedio.

Ahora resulta que nadie tuvo la culpa, lanzas la hoja, cobarde, ¿no puedes afrontarlo de una vez? Es que no me interesa que des gritos o hagas estallar platos, no quiero recordarte transfigurada por la ira. Hasta la risa se me terminó contigo, vuelves, al menos me has dado más razones para despreciarte, le facilitas al olvido su labor… y no menciones los inviernos de lluvia perpetua, porque a nosotros nos llovió tristeza hasta cuando el sol nos encandilaba.

Recojo el papel antes de que lo pises o lo rompas. Es como si te empeñaras en olvidar a la fuerza, murmuro, como si necesitaras esa actitud absurda para justificarte, para no admitir que pudimos enmendar, que nunca fue tarde, que nos seguimos destruyendo por idiotas. Sé que me desprecias porque te sabes vulnerable y quisieras correr a llorar conmigo; te urge tanto empezar pero no sabes cómo sin mí. ¿Ves que eres tan predecible como yo?, y no porque sea sencillo entenderte, sino porque a fuerza de lidiarte te he ido descifrando, a golpe de días y meses, de perdones y tranzas, te conozco, sí, aunque te duela o te estorbe.

El camino desembocó al fin en una estación de madrugada, una maleta negra y una despedida. Todas las razones se acabaron y volvimos a ser anónimos, un par de extraños que se niegan a olvidar aunque el mundo se imponga con su negligencia cotidiana. No hubo palabras, las miradas se extraviaron entre gentes mezquinas, entrometidas, que han aprendido a juzgar sin vehemencia.

La sala se vació de transeúntes, todos guardaron las máscaras y volvieron a su desinterés habitual. Volvimos a quedarnos solos: tú y tu ausencia contenida en vilo, y yo en esa inmensidad de baldosas claras y nubes descolgadas del alba. Un hombre solitario que ya no espera, el final ha pronunciado su sentencia mortuoria.

Después la distancia se nos instaló a medias. La memoria siempre obstinada, el miedo a (re)comenzar y un fracaso que merodea con su capucha gris.

Lees el párrafo final entre dientes. Me miras con desenfado. No esperabas la historia que terminé por contar. Incluso ahora, tanto tiempo después, hablando solo en esta habitación prestada, prefiero dejarte inconclusa, difuminada entre adjetivos e imágenes, despersonificada al extremo, como una simple aparición, un vestigio.

Tal vez exageré, respondes, quizá he sido injusto, como siempre antes, puede ser que a ella no le disguste después de todo, que si alguna vez lo lee no objete tanto como yo suponiendo sus palabras heridas e intuyendo sus reproches, que hasta se sienta halagada con la neblina que has soplado sobre sus facciones, sobre nuestros actos agobiados.

Dos contra el mundo, repites, ya ni el sillón soporta esta terrible dualidad.

La Franciscana, 2005
Inédito
2018-09-12T17:13:33+00:00