//‘Interludio de Don Juan y su sombra’

‘Interludio de Don Juan y su sombra’

Que te regale la luna, me dices con los ojos anegados de incertidumbre. Que te regale la luna, pides, y es una súplica que cae como la gota que baja hasta el encuentro de tus labios; eres un manojo de dolor, eres un cúmulo de cartas que prometían eternidades, escritas con esta letra que ahora solo calla de tanta cobardía. Que te regale la luna, resuena en mi cabeza, y la culpa es un punzón que se adentra en mi entraña hasta sacarme un quejido, y siento, esta vez como nunca y como tantas veces antes, que puedo hacerlo, que llevo para ti la luna en un bolsillo, encerrada quizá en mi mano hecha puño.

De pronto me embiste un hilillo crudo, un golpazo de amor que me hace dar cuenta de que he sido un tonto, de nuevo, que la vida puede ser más sencilla, que no es más que un acto de decisión, aunque después –¿días, horas, minutos después?– me asalte la certeza de que la vida es, más bien, un infinito número de actos azarosos, de duda y temor. Pero eso será después, porque ahora, en este instante que se desvanece instantáneamente, me convenzo de mi estupidez, de que mi duda metódica para el amor no es más que un pretexto envilecido, un mecanismo con el que me empeño en sabotear el posible final o una continuación serena, porque lo que quiero –si hubiera en verdad una certeza aquí– es empezar este juego una y otra vez.

Que te regale la luna, repites buscando en estos ojos vacuos una respuesta ¿Solo eso?, contesto envalentonado, echado al ruedo, y pienso incluso que no es suficiente una luna repetida que no mengua su vientre, que puedo darte más, que lo necesito, hasta para demostrarme que no es otro espejismo, no es la ilusión vacía que se desvanecerá apenas encuentre en ti las imperfecciones que ahora celebro, y sienta la asfixia que el amor provoca cuando no es correspondido. Quiero saberme capaz de traerte la luna, de pescar una estrella de madrugada, limpiarla de nubes y plantarla en tu almohada para que la conviertas en una peca diminuta sobre el arco de tu nariz.

Me escuchas con una desconfianza que huele a costumbre, a promesa gastada, porque llevamos tanto tiempo queriendo reinventar este amor de vitrina que se te hace difícil ser crédula, confiar, cerrar los ojos e imaginar que es posible. ¿Lo es?, preguntas con tu voz de quena, mezcla de lamento andino y viento. Es que no puedo intentar más, susurras, no quiero estrellarme en la vastedad del silencio ni ahogarme con tu distancia, kilómetros de arena muerta, salobre, en donde me obligas a caminar descalza, vendada, sin brújula ni instrucción. No quiero que tu sol abrasivo ampolle mi piel, que la corriente gélida de tu voz me entumezca los huesos; no quiero jugar a ser un beduino en tu cabeza, reloj de arena perpetua, imparable, materia gris (más bien blanca) que se deshace con cada palabra que sueltas irresponsable, convencido de que un chispazo –menos de un segundo, la fracción que alcanza para soltar un destello como evidencia– es la inmensidad del desierto al que me sometes, porque tu tiempo no es el mío, no es el de nadie más sino tuyo, tu espiral infinito que a la vez no dura casi nada. Me quieres ahora, repetirás, me quieres ahora pero mañana seré una extraña, una molestia, seré de nuevo una presencia que se obstina a pesar de ti, porque habrás mutado una y mil veces hasta lograr desengañarme y perderme.

Que te regale la luna… es lo que quieres, pero sabes mejor que yo que no puedo hacerlo, que sería una mentira más que quiero volver verdad, sabiendo de antemano que no me alcanzará la voluntad, que no puedo tocar la luna con los dedos, ni siquiera puedo dibujarla en mi memoria cuando cierro los ojos y te pienso abierta, llena de gracia y lascivia.

Entonces la incertidumbre me oprime las costillas y me levanta de la cama para prender un cigarrillo con olor a polvo. El fósforo se incinera de inmediato desde su alma azul y contagia de luz al tabaco que se deshace con un golpe en la tráquea. En un ventanal vecino un requinto llora y el Ruiseñor suelta una sentencia que se me hace insoportable, hasta cuándo iré sufriendo el tormento de tu amor, con su timbre dulzón. Y espero que no lo hayas oído aunque rebote en cada membrana de mi cabeza. Me apuro a encender la radio y desplumo al cantante ante los alaridos de una vedette mejicana. Pulso el sintonizador y me quedo con un son montuno que me incita a ensayar un paso de baile que pretende ser sensual pero no alcanza.

Ahora sé –certeza al fin– que lo has dicho para probarme, para justificar la decisión que, en un solo y contundente acto, marcará el inicio de tu olvido y de mi romería.

¿Cuánto tiempo va a pasar para que me abandones nuevamente? Siento que me embistes de frente sin una migaja de compasión. Sabes que no tengo la respuesta, sabes que soy un vaivén, más incapacidad que maldad, que quisiera amarte siempre, aunque fuera unos pocos años, asegurarte que dormiré a tu lado, que estaré en la cabecera de tu mesa de diario, que no te cambiaré por la primera sonrisa núbil ni comenzaré a huir de tus ojos ni de tu sexo.

Suelto una bocanada de humo como una cortina y me desentiendo de tus palabras, corro al baño y cierro la puerta sin darte tiempo a repetir, a completar, a sentenciar. Ahora solo queda pensar en todas las posibilidades, en cuánto tiempo puedo gastar entre el inodoro, el lavabo y la ducha, antes de salir a ese cuarto en el que, por más que en el baño hayan transcurrido horas, el tiempo yacerá detenido.

La Franciscana, 2009
Inédito
2018-10-03T17:20:57+00:00