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‘Rabia’, el teatro inmersivo de Sebastián Cordero

Rabia es la versión teatral del filme homónimo de Sebastián Cordero (2009), adaptada y dirigida por él mismo, e interpretada por un elenco de primera.

Desde el “vamos” llama la atención que la obra no se desarrolla en un escenario convencional. En el caso de Quito, el despliegue se da en la casa museo Muñoz Mariño, en el corazón del vistoso barrio de San Marcos, y en Guayaquil fue en la Casa Cino Fabiani. El público, anoche fuimos unas 80 personas, se aposta a los costados, en balcones y ventanas, se mueve a través de distintos ambientes siguiendo las acciones –gracias a un oportuno equipo de guías– como vouyeristas (las ratas que infestan la casa), fantasmas dispuestos siempre al filo de la realidad teatral, lo cual convierte a Rabia en una experiencia particularmente intensa, tan conmovedora como cruda.

Y si bien es una adaptación, y por ello mantiene la trama (de la cual no voy a hablar) y sus personajes más o menos intactos, esta Rabia difiere de su predecesora cinematográfica en los dispositivos dramáticos y recursos que utiliza, es decir que funciona distinto para el espectador, por lo cual importa poco si vieron la película. Vean también la obra. Es más, ahora que lo pienso, no sé si el título aún circunscriba a la trama, al menos con la potencia que debería.

Los actores se mueven por espacios compartidos con sus testigos invisibles, los ignoran y hasta esquivan en un ejercicio técnico interesante y bien logrado de teatro inmersivo. Incluso el director deambula por ese gran plató y escudriña en el anonimato como si llevara una cámara por delante. El elenco lo encabezan el talentoso Alejandro Fajardo y Carla Yépez, cuya actuación crece hasta alcanzar momentos climáticos, además de un sólido Diego Naranjo, Itzel Cuevas más reposada, el versátil Lucho Mueckay y Orlando Herrera, que pasa exitosamente de su registro cómico habitual a este, de corte dramático.

Asistir a (más que ver) Rabia fue para mí experimentar momentos de angustia (sobre todo durante la pelea callejera), de impotencia (el abuso a Rosa), de incomodidad y de estremecedora tristeza; compartí la desesperación de José María, repudié el espejo de nuestro clasismo naturalizado y me dejé llevar por el maravilloso pasillo «Sombras» (tema musical recurrente y acertado), en medio de una casa que siempre luce desolada, como crisol de nuestra idiosincrasia, tan cercana que intimida, tan terrible que resulta imposible no pensar en Diana, en Gloria, en Evelyn…

Solo una acotación más: hay ciertos elementos dramáticos y contextuales de Rabia que me hicieron recordar a la reciente Roma de Cuarón (descífrelo usted mismo), y desde ahí me pregunto sobre la elección del personaje de Rosa, en relación a la fisonomía blanco-mestiza de la actriz y su dicción de clase media quiteña (que podría restarle verosimilitud), y sobre la sensación que dan al espectador los cambios de perspectiva, similares a los que logra una “cámara testigo”, de planos largos, casi secuenciales.

Celebro a Sebastián Cordero y su obra, a su productor, a su equipo técnico, a sus actores, y les recomiendo verla, disfrutarla, sufrirla, dejarse llevar y traer de vuelta, porque el viaje lo vale, vale mucho más de lo que cuesta la entrada.

Diablo Kiteño
La Franciscana, 2019

 

2019-01-25T22:49:22+00:00