//La hoja que es mejor que el RedBull

La hoja que es mejor que el RedBull

(más barata y natural)

La hoja de coca, en Bolivia como en el resto de países andinos, está enraizada en las costumbres de sus pueblos originarios y su uso se ha permeado al mundo mestizo, no solo por sus propiedades medicinales sino como un elemento que coadyuva al relacionamiento, algo así como un lubricante social que media en los acontecimientos cotidianos, bautizos, velorios o pedidos de mano; reuniones de todo tipo –familiares, sociales, políticas, deportivas– son propicias para compartir unas hojas y “pigchar”.

Pero no fue siempre así. En una sociedad que pretendía blanquearlo todo y desconocer su raíz e influencia andinas, las formas y prácticas culturales ancestrales eran vistas (y lo son hasta ahora en muchos países), en el mejor de los casos, como folclore, algo así como las novelerías con las que los turistas llenan sus mochilas y álbumes de fotos al volver a casa. El respeto es otra cosa, porque implica un ejercicio de reconocimiento y valoración de un otro, su derecho a ser diferente, con sus valores y costumbres, pero siempre desde la igualdad.

La lucha ciega en contra de las drogas que lidera Estados Unidos, siempre en territorio ajeno, llevó a una persecución violenta e intento de erradicación de los cultivos de hoja de coca en Bolivia, so pretexto de su posible procesamiento hacia el alcaloide que es la cocaína. Gobiernos afines a las políticas de Washington permitieron en las décadas de los 80 y 90 una suerte de exterminio de la planta, cárcel y terror para quienes la cultivaran, sin importar que los pueblos originarios hayan usado esta hoja desde hace cientos de años y que forme parte de su cultura.

Es cierto que las drogas y su abuso son un azote para los pueblos pero es también cierto que el consumo –tan extendido en países del llamado primer mundo– y el tráfico –negocio escabroso que involucra a gobiernos, empresas y se mezcla con otros delitos transnacionales– no se combaten con fuego y violencia, y menos aún socavando las manifestaciones culturales. Habría que empezar por transparentar quiénes son los beneficiarios reales del narcotráfico y quizá entonces entendamos a los señores de cuello blanco que mandan a quemar potreros de cultivo artesanal mientras alimentan sus economías locales e incrementan sus patrimonios particulares gracias al alcaloide y, claro, consumen como locomotoras en sus fiestas privadas.

De ahí que uno de los avances cualitativos de la Constitución promulgada en 2008 en Bolivia sea el reconocimiento y protección de la hoja de coca. Así lo dice el artículo #384:

“El Estado protege a la coca originaria y ancestral como patrimonio cultural, recurso natural renovable de la biodiversidad de Bolivia, y como factor de cohesión social; en su estado natural no es estupefaciente. La revalorización, producción, comercialización e industrialización se regirá mediante la ley.”

Tan clara es la diferencia entre la cocaína (droga) y la hoja de coca (planta) que en Bolivia se la puede comprar en cualquier mercado o tienda, y mejor si se le agrega lejía con menta, uno de los complementos usados para estilizar su sabor, y que parece una bolita de plastilina gris. Así me explica el escritor Juan Pablo Piñeiros, que me enseña a usarla con naturalidad mientras contemplamos, a un lado, una panorámica de La Paz –la hoyada entre picos nevados– y al otro la planicie atiborrada de carpas y toldos bajo los que se extiende el mercado 16 de Julio en El Alto. Todo esto desde la terraza de un edificio de la Interpol.

El uso es simple: sacas una hoja de la funda y la pasas por entre dos dientes para que el tallo (que es más duro) se quede en los dedos. Cinco, diez hojas con el mismo procedimiento. En alguna de ellas irá envuelto, a modo de “tamal”, un pellizco de lejía. La hoja de coca no se mastica, se “pigcha”, se chupa, se aprieta con los dientes y se mantiene en el cachete hasta que suelte todo su sabor. La hoja de coca se comparte mientras se conversa, se disfruta entre amigos.

Sin embargo, más allá del “rito” y de su uso social, esta hoja mágica tiene propiedades estimulantes, anestésicas, terapéuticas y mitigadoras del apetito, la sed o el cansancio y es por eso que los pueblos originarios la han utilizado y apreciado tanto; ha sido tanto un paliativo para largas jornadas de trabajo en condiciones precarias, como un factor de cohesión, de sentido de pertenencia, de identidad.

Y claro, pronto descubrí sus beneficios en carne propia, primero pedaleando a 4.000 metros, con poco oxígeno y menos oficio de ciclista, por las calles de La Paz, de El Alto y por Tiwanaku, y después a 0 metros, en el sopor amazónico y con niveles de humedad como un manto pesado, por la carretera que lleva a Chapare y, ya en esa provincia, a Villa Tunari.

¿Y qué creen?, funciona de maravilla; quizá cueste un poquito acostumbrarse al sabor –y al bultito en el cachete– pero apacigua el cansancio, aumenta la resistencia física y, si se consume dentro de una comunidad, adquiere un poquito de ese sentido de hermandad que abrigan nuestros pueblos originarios.

Diablo Kiteño
Por Bolivia en bici, 2015
Fotos tomadas de Internet

2018-04-04T23:35:39+00:00