/(La) Balada de la casada infiel
(La) Balada de la casada infiel 2017-10-04T15:33:23+00:00

(La) Balada de la casada infiel

(La) Balada de la casada infiel

Formato: Novela
Año de publicación: 2006
Editorial: La Palabra
Número de Páginas: 325
Tiraje: 1.000 ejemplares (Agotado).
Edición definitiva
Año de publicación: 2018
Editorial: A los cuatro vientos
Número de Páginas: 230
Tiraje: por definir

Sinopsis

Ignacio acaba de salir de la cárcel, luego de tres meses de encierro producto de un colapso nervioso que, junto al consumo compulsivo de alcohol y drogas, lo llevaron a medio-matar a la novia con la que paleaba el abandono de Sofía. La experiencia de la prisión es, para él, solo la culminación de su periodo de mayor decadencia, de una caída libre vertiginosa.

Sofía es una mujer casada que Ignacio conoce en la universidad y de la que se enamora, abandonando así momentáneamente su pose de ‘poeta maldito’, olvidando sus obsesiones y cayendo justamente en lo que él más odia. Aunque ella lo quiere, no está dispuesta a dejar a su esposo, las comodidades, la aprobación familiar y social que él representa, por alguien como Ignacio que, pese a estar convencido de ser escritor, no escribe ni una palabra.

Ignacio es un testigo oral y sardónico de su entorno, dada su frustración y pesimismo ante todo, que describe el mundillo académico, intelectual y social de Quito –una ciudad latinoamericana como cualquier otra–, en el que se mezcla el pensamiento recalcitrante de izquierda y el confort de las clases más pudientes, el resentimiento social, la marginalidad y el caos, con la incertidumbre y las certezas a las que obliga el sistema, todo esto atravesado por la pátina deslumbrante de un amor condenado al fracaso y que deja entrever, apenas, que la vida siempre plantea un “y sin embargo, se puede volver a comenzar”.

La situación vital del protagonista se agudiza más con la ayuda de un grupo de ‘amiguetes’ que coinciden en los vicios y su visión displicente del mundo; las tertulias cargadas de conversaciones de tinte filosófico o pseudointelectual, de compartir penas y canciones, delinean aún mejor la atmósfera que el autor propone. Las peripecias de Camilo Zambrano, por ejemplo, un pintor de la miseria humana, atormentado por sí mismo, irreverente y desesperanzado, obligan a una reflexión –tétrica, espeluznante– del arte, la estética y la condición humana.

Aparecen en ese recorrido al abismo otros personajes como Antonia, embebida de un aura mística, una aparición que termina por desvanecerse entre sueños premonitorios, tal y como llega a la historia; o Germán Sevilla, álter-ego del mismo Ignacio, en el que resume sus miedos y antipatías, y que constituye el debate ético entre el soñado éxito comercial y el hecho artístico más purista. Las referencias a Ernesto Sabato a lo largo del texto, entre otros muchos escritores, y al ambiente sórdido que canta Joaquín Sabina, son el corolario idóneo para hacer de La balada de la casada infiel un texto agresivo, descarnado y a la vez tierno, en el que abundan las contradicciones más primitivas de las personas, puestas a convivir a un ritmo abrumador.

La balada de la casada infiel, escrita por Luis Monteros Arregui entre sus 22 y 26 años, es sin duda una obra referencial de una nueva generación de escritores ecuatorianos y el inicio de una carrera literaria auspiciosa, dado su manejo preciso del lenguaje, la solvencia descriptiva, la honestidad de los personajes y la familiaridad que marcan sus situaciones, pero también por el ejercicio técnico que supone, para el ojo crítico acucioso, una estructura vanguardista doblemente circular y la inclusión lúdica, adecuada –y por ello casi imperceptible– de géneros, subgéneros, recursos y figuras del análisis literario; en La balada de la casada infiel, el lector podrá encontrar textos poéticos, ensayísticos y narrativos (cuento y relato), enhebrados con voces narrativas diversas (en tiempo, perspectiva, persona y estilo), que van del delirio a la realidad más cruda.

Pasajes seleccionados de la novela

Recién ahora, que me detengo a mirar hacia atrás, me doy cuenta de que aquello que tanto busqué estuvo todo el tiempo ahí, esperando a unos metros, y me lamento al constatar que, a pesar de que he transitado siempre entre personajes extraños, como salidos de esos libros que me empeñaba en emular, nunca me percaté de su existencia. Hoy los veo en su forma original, como payasos que interrumpen su función, se despojan de su personaje cínico y salen a fumar un pucho en el callejón, entre puertas traseras, tachos de basura y ratas caballunas. Apenas descubro, entre los escombros de mi memoria, que siempre pude descifrar la vida exagerada de cualquier vecino de piso, las facciones inverosímiles que maquilla un transeúnte, que vela una foto del álbum familiar o reproduce un espejo. Personajes raros, amasijos tristes y envilecidos, simulacros pintorescos que se han cruzado frente a mí, me han rozado al pasar con su aliento nefasto, susurrando o hasta gritando con sus voces guturales; han actuado ante mis ojos con volteretas torpes, lágrimas de utilería y canciones desafinadas sin que me percatara de ellos.

Recién comienzo a desconfiar de quienes me rodean, a verlos más allá de sus fachas insólitas y sus risas estentóreas, a sospechar que no hace falta romperse la cabeza para inventar personajes esperpénticos, que los relatos fascinantes que habitan mis estantes no son tan distintos de los que ocurren a diario, y empiezo a comprender que en toda tragedia asumida se esconde una sátira, una burla constreñida, que el melodrama no es más que el antifaz con el que la tragicomedia nos restriega nuestra ingenuidad y estupidez.

Fue esa miopía mental la que me impidió desentrañar la dualidad que ahora descifro en las personas, haz y envés de una misma hoja. Una cara es la que conviene mostrar, esa imagen confeccionada con retazos de otras, pastiche de aspiraciones y requisitos sociales. La otra cara es un cúmulo de desencantos, de deseos reprimidos y temores, ese interior macabro que todos refundimos pero aflora cuando menos se piensa, nos estalla encima y nos devela íntegros.

En esta mascarada todos jugamos al ocultamiento, vestidos con atuendos rimbombantes, pintarrajeados los rostros, con movimientos aparatosos y voces impostadas; murmuramos rezos, repetimos ideas que no entendemos o enarbolamos proclamas de libertad mientras nos vendemos por unos centavos.

Me desvisto frente al espejo y no distingo más que huesos parchados de carne, dientes filosos, cuencas vacías de las que brotan estos ojos negros que me miran tristes y me dicen que yo también soy parte de ese carnaval, encerrado entre libros descuadernados y hartos de contar las mismas historias, condenado a creerme escritor cuando ni siquiera sé escribir mi nombre.

Después me lavo la cara y voy perdiendo el temor a mis reales facciones, siento que por fin puedo respirar hasta el fondo, enfrentarme a mis propios demonios —esos que me aguardan desde hace años, (mal)echados en el diván de la sala, silbando una canción y con las patas apoyadas sobre la mesa— y gritarles que se vayan a esperar afuera, en el frío, como debe ser, y les suelto con redoble mis frustraciones, los temas recurrentes, lugares comunes y manías que martillan mi cabeza y que podrían ser los hilos conductores de un relato, quizá de éste.

Ante sus propios ojos incrédulos, Camilo camina hacia un túnel de luz, borroso, como un espejismo. La incandescencia a su alrededor lo ciega, lo tranquiliza y lo tienta a acercarse con un impulso irresistible. A su entorno, la comarca se extiende entre recovecos y cuestas, lomas y tejados; a su frente, el túnel se abre paso en el vientre de una montaña, puerta hacia otra dimensión, hacia un universo al que Camilo camina decididamente.

Entonces, se reconoce entrando al túnel de San Juan; un vapor pegajoso y ácido lo rocía de angustia, tiene que alejarse, correr, debe lavarse de la inmundicia que cubre sus paredes cóncavas, el olor a fermento, cloaca que revuelve su estómago al punto de hacerle vomitar las entrañas, y aunque Camilo sucumbe ante su propio horror todavía camina, autómata, trastabilla, se adentra con los pies descalzos sumergidos hasta los tobillos, atraído por un susurro incomprensible, cautivante, que lo obliga a continuar, no importa la pestilencia, la secreción negruzca que supura de las paredes y cae burbujeante, babosa, y se pierde en un río que avanza lerdo hacia el interior del túnel.

Se ve desnudo. Pero su cuerpo está pintarrajeado, su piel está cubierta por colores y formas conocidas: son los rostros de sus hijos, su mujer, son los mutilados de sus cuadros, la sangre, la violencia, el fuego que destruye, las lágrimas, la crueldad exacerbada; siente que la pintura le quema la piel, le carcome con un escozor incontenible, se asfixia, debe remover el óleo que lo embadurna y no encuentra más remedio que lavarse en ese río de secreciones, se refriega, se rasguña hasta el desgarro, aúlla pero las imágenes persisten en su cuerpo sumergido a medias en la podredumbre, se sienta y el hedor lo sofoca, trata de incorporarse y no puede, resbala y cae de bruces, se retuerce, no topa el piso, se hunde en un río más profundo todavía, como si el túnel se hubiera inundado; se desespera por salir, no quiere ahogarse, no quiere tragar la excreta en la que se mueve pero sigue cayendo sin remedio; entonces se da cuenta de que no hay más aire que respirar, no hay más burbujas que eructar, ya no respira, no lo necesita, es como un sueño, la pintura por fin empieza a desdibujarse y deja su piel al descubierto; de repente lo alivia una paz que parece inacabable, trance hacia la nada, vacuidad última, interrumpida por un chispazo, un extraño pensamiento que trasluce en su mente, “así mismo se debe sentir cuando llega la muerte”, vislumbra, el presentimiento de la fatalidad, la conciencia de la muerte, “debo estar muerto, ya no respiro… el infierno… ¡la mierda!”, el bullicio vuelve, carga de cañones y cornetas, redobles, consignas, alaridos, ruegos, náuseas, y entonces patalea, intenta asirse a algo para salir pero no hay nada, cae indefinidamente en un océano de heces, perdiendo tras de sí cualquier esperanza.

De pronto toca algo con el pie, imagina que es un cuerpo destripado y se impulsa sin verlo, aterrado, cierra los ojos, quiere gritar pero su voz se apaga en la garganta llena hasta los pulmones del caldo en el que se sume, debe mirar, no quiere, abre los ojos y se encuentra con un hombre cortado a la mitad que le extiende una mano desesperada en plena caída y recuerda sus cuadros, lo reconoce y sigue luchando por salir a la superficie, agarra otro cuerpo que baja a su lado, una mujer que carga a un niño en brazos, parece resignada a su suerte, acaricia al hijo con ternura pero éste se deshace con cada roce, como si fuera de arena, y se hunden hasta desaparecer en la oscuridad de ese mar; un muchacho vestido de militar que llora mientras se aferra a su pierna destrozada, otra pintura, todos caen, desfallecen con gemidos y súplicas, más cuerpos, más desolación, un escalofrío lo recorre, lo golpea, lo aliviana y en un instante se cree liberado de un peso, no comprende, comienza a ascender, casi puede ver la superficie, patalea, bracea, sube y entonces mira hacia abajo, al abismo, y se ve a él mismo cayendo, las cuencas vacías, el cráneo pelado, hundiéndose mientras ese otro él persigue la luz, y no sabe si detenerse, rescatarse, dejarse caer y volver a su mundo de cadáveres o seguir subiendo, sí, la luz, una liberación… un suspiro.

Por fin la luz.

—¡Aló! —susurré en vilo.

—Buenos días, por favor con el señor Arellano —dijo una mujer.

—Sí, dígame —no era Sofía a secas, ni siquiera la otra Sofía, la que se había ido con el marido de vacaciones.

—¿Cómo le va? llamo de la Editorial Nuevo Ecuador… quería avisarle que el director le dejó aquí una guía de yogures para que revise la ortografía. Me dijo el señor Geovanni que hay que entrar a la imprenta mañana mismo, así que necesita que venga de una vez…

Sentí un dejo de alivio; esa llamada, que me ofrecía el calvario habitual de corregir letanías, era la postergación de una mala noticia y la promesa de un poco de dinero para enfrentar la vida. Luego de dubitar, en el chapoteo de la fatuidad de que Sofía llamara en mi ausencia, decidí salir a ventilar la modorra, caminar, respirar, distraer la obsesión y hacerme de ese legajo de porquería sin más. Después de caminar como un vagabundo con el piquete de la inflamación del pie burlándose a cada paso, me volvió la angustia de la llamada pendiente, apuré el drama, recogí la mercancía y me encaminé de regreso a la ermita. El pie hinchado me obligó a esperar un autobús.

Me senté en una parada, sin atreverme todavía a hojear la tarea. Ahí mismo, en el más exquisito anonimato, mi vida se resumió en una imagen más corriente que común: un hombre ojeroso y mal vestido que espera sin prisa un colectivo.

A diez metros de la parada frenó entre bufidos un armatoste azul. Abrió sus puertas-rendijas, excretó pasajeros como estiércol de chivo sobre la calzada y engulló otros tantos, grises, sobre todo uno. Recorrí su tracto hasta el fondo en busca de un lugar junto a la ventana, un asiento que no tuviera que compartir con esos otros que invariablemente terminaban por arrinconarme —sean quienes fueren, una doña rebosante que devora frituras o un escuincle lleno de mocos y helado— y me confinaban a recibir codazos, eructos o salpicaduras. Al menos podría abrir la ventana para que una ola de viento nos lavara de su hedor a mugre, sudor y comida, de su vocinglería habitual. Volvía a ser el testigo silente de la vida del resto, de las estampas costumbristas que se repiten a rabiar por estas calles, hacinadas —tal y como sus cuerpos entre esas latas con pupos y tubos pasamanos— en un ayer invariable y estático: retazos de conversaciones masculladas, alaridos de algún crío famélico, el chasquido de besos abundantes de lenguas, dientes y babas, agujereados de promesas domésticas, risas cojudas, resoplidos y carrasperas para disimular manos que subían y bajaban, que buscaban una teta sudada o una raja barbosa de orines. Yo cerraba los ojos, respiraba por la boca, me enroscaba sin empacho y me refundía al son de bachatas lloronas amenizadas por un locutorcillo hecho el bacán, expelidas desde un parlante camuflado entre borlas de lana, estampitas piadosas, lluchas —supongo que para compensar— y blasones deportivos.

Apenas llegué al departamento volvió a sonar el teléfono. Sin darme la oportunidad a sufrir o a temblar más, contesté. Era ella.

Otra vez la desazón.

Me veo en el espejo y descubro que no he envejecido ni un solo día. Es más, las ojeras han desaparecido, los labios han tomado un rojo intenso y las pocas arrugas que enmarcaban mis ojos se han esfumado. Creo que de tanto dormir mi cara ha quedado planchada, plana, sin ninguna gracia, como si fuera un maniquí. Me paso la mano por el cabello grasiento de dos días de cama y pienso que necesito un baño, un corte de pelo, un lavado de cerebro. Esta tarde llueve, como nunca; y no tengo ganas de vivir, susurro con un bostezo. Trato de hacer un gesto parecido a una sonrisa, pero me siento ridículo. Siempre me pasa. Soy un imbécil.

Decido seguir durmiendo. Me acuesto y me hundo en las cobijas aún calientes, las sábanas arrugadas, la almohada ha perdido su color blanco; huele a babas. No lo soporto más. Todo apesta.

Sin darme cuenta estoy frente al espejo nuevamente. Tengo los ojos negros, pienso. Me rasco el dorso de la mano con la barba rasposa del mentón. Se siente bien. Debo bañarme, afeitarme, lavarme los dientes, ponerme ropa limpia y salir a la calle. Debo ir a la editorial, a pretextar una tragedia como justificación a mis incumplimientos y pedir algún texto para corregir. Para comer. Para seguir bebiendo. Lo que sea.

Otra vez frente al espejo. Estoy listo para zambullirme en el lodo común.

Salgo del departamento, entro al ascensor y una chica me mira desde el fondo. La puerta se cierra. Puedo percibir su perfume dulce, cualquiera podría notarlo, es demasiado fuerte. Siento que me asfixio. La miro. Cojuda de mierda. Salgo del ascensor apenas se abren las puertas y busco aire. El guardia dice algo, un saludo tal vez. Murmuro una respuesta sin mirarlo. La calle se abre a mi paso, la gente vive a gritos, con desesperación más que urgencia. En la calle el tiempo no existe. Cada quien lo inventa a su ritmo. A mi lado pasa un auto con la radio altísima, sin embargo, no logro distinguir qué escucha: solo ruido. Otro pita para que una vieja cruce más rápido; ella no hace caso. Quizá no puede apresurarse. La insultan. Ella balbuce algo. Ninguno comprende al otro. Un niño pasa en bicicleta por la vereda, esquiva a los peatones y viene hacia mí. No me voy a retirar. Me roza al pasar y rezonga una grosería. Ojalá te pise un carro. Un tipo de terno y corbata habla, no, grita por teléfono mientras camina; se para, hace un gesto de sorpresa y continúa ciego en ese mar. La gente se amontona, se cruza, se atraviesa, se detiene, todos se empujan, se pisan, se respiran en la nuca. Un mendigo extiende el brazo y hace bailar dos monedas en una taza-chinesco, “no hay plata” le digo, más con los ojos que con la boca. Me da lástima, el estómago se me revuelve, pienso que recordaré a ese anciano el resto del día. Diez segundos después lo he olvidado. Necesito cruzar la calle. Es imposible. Parece que el mundo se ha levantado hostil conmigo otra vez.

Debo comer. No tengo dinero. Rebusco en mis bolsillos y no hay nada. Debo comer. No tengo dinero. Mierda.

Regreso al departamento. Encuentro la cama helada. No importa. Esta tarde llueve, como nunca; ¡y no tengo ganas de vivir!, se lamentaba el poeta sin París y, al final, sin aguacero.

Opinión de Terceros

“¡Es magnífica! De hecho, Luis Monteros Arregui, con una sola obra, se coloca en el grupo de privilegio de la nueva literatura ecuatoriana, en compañía de los otros dos únicos integrantes de ese grupo: Marcelo Báez y Leonardo Valencia”.
Pedro Saad Herrería, escritor e historiador
«Un relato eficaz, que con los recursos necesarios retrata un tiempo, tal vez el tiempo menos retratable, el de la frivolidad y la levedad, el que queda después de la tormenta, el del vacío. Las situaciones se suceden con la construcción de un ambiente claro en el que habitan sus personajes, siempre armónicamente, de modo que su lectura resulta fluida e interesante».
Patricio Vallejo Aristizábal, dramaturgo y director teatral
«Una novela escrita con pasión y cuidado, que toca las preocupaciones y los afectos de jóvenes posmodernos, atrapados en el laberinto del amor»
Raúl Vallejo Corral, escritor y académico
«Lo que más sorprende de esta novela de Luis Monteros Arregui, es la hilación fresca de los episodios usuales de la vida fugaz y eterna de la gente: estudiar, amar, hablar de nada, beber café, intra-mirar a otra gente. Mas: Monteros es un observador descriptivo pero también un observador psicológico que con una mansa puya de escritor oficiante, penetra el velo absurdo de un destino que se repite en cada ser de modo obsesivo y loco: vivir. El oficiante, entonces, escribe y escribe, es decir, el látigo que Capote recibió de Dios en forma de don. La balada de la casada infiel es un repaso minucioso del azote de lo cotidiano en nosotros».
Carol Murillo Ruiz, socióloga y escritora
«Novela de una época absurda, de la ciudad sin rostro o cuyo rostro lo llevamos puesto, de la grafía perpleja que va dejando la pátina de un tiempo infame, amores clandestinos y profanos que se consumen en la ceniza de una bohemia lánguida, de un pito, de un vino macerado en la angustia de la soledad; sensual y sensitivo, con la memoria y la añoranza de lo efímero, de esa juventud que también amó y perdió otro vagabundo: Rubén Darío»
Raúl Pérez Torres, escritor