“y nos quedamos así sin pruebas
de que existió la eternidad un día”
El amor desenterrado
Jorge Enrique Adoum
Lámina de agua petrificada
artificio de luz
límite del mundo
materia de sueños y lágrimas.
Otra vez la mañana. El sol espía por la cortina, rebota en la superficie diamantina y estalla en sus ojos. Todavía son verdes, se repite, como si el tiempo pudiera borrar el oliva de sus iris o si la tristeza revirtiera el color con su velo. La rutina de pararse frente al espejo en las mañanas tiene décadas; ella es una mujer de rituales, quizá por eso se queda mirando su reflejo, a pesar de que le cause dolor.
Se lava la cara con agua fría, a cuyo contacto la piel se tensa, los poros se cierran hasta la neuralgia, las articulaciones de las manos se entumecen; un escalofrío le eriza los vellos, recorre sus brazos, el cuello, la nuca, se le clava en las sienes, en medio de la frente como un martillazo certero, una cuchilla que penetra limpia. Se cubre con la toalla rosada-descolorida que conoció su rostro joven y que ahora se ha empezado a deshilar.
Las líneas confluyen en la sombra de sus ojos
grietas de piel, ajaduras
la flacidez del otoño
filigrana de plata
descolor, destiempo, desamor
un poema de Adoum, ‘la bella’
polvo sobre polvo
La mano tan hábil rellena los vestigios del rostro con crema base, lo cubre con la destreza de un mago que oculta su artificio.
Lienzo, pergamino más bien. Sí, eso.
Lividez mortuoria
desierto ámbar, dunoso.
La pasta esparcida se seca,
el pasado se pierde en un presente imposible,
irreal, injerto…
El rubor rojo rompe
la palidez impuesta
dibuja nubes, volutas
remolinos en las mejillas…
los pómulos aparecen.
Las facciones se delinean, se asientan con cada roce, los ojos violáceos, las pestañas se espesan con rímel, se tornean con lápiz negro; los labios reciben el grasiento tubo carmesí, brillan como una marquesina, vidriera de ofertas ya caducadas. Eso es ella, así se ve frente al espejo.
Cuando el tiempo comenzó a instalarse sin revés en su cuerpo, ella detuvo el reloj en el umbral de la casa para dejar de sufrir por sí misma y olvidarse íntegra en el dolor. La ropa interior aprieta su costado, marca la carne que cuelga irremediablemente, los brazos, el abdomen de engrudo, las piernas grumosas. Nunca le gustaron sus pies de dedos mínimos. Pero eso no importa más.
La máscara se ha completado; el cerquillo de siempre ya no luce pero cubre, pelo ondulado a la fuerza, rulos, invisibles, vinchas, lazos que sujetan, flores de fantasía, de días pasados, muertos. Enterrados, se repite y suspira, el amor, el puro postamor casi
inamor amortajado,
hombre hundido en el hermetismo de un hoyo,
húmeda tierra,
huesos abandonados en un cajón,
mundo de mierda, murmura. Una blusa oscura encaja en sus brazos y una falda larga, muy larga. Los zapatos bajos y lascados. Se estira las medias hasta que dejan ver su piel de pelusas negruzcas. Un broche de amatista incrustado en plata se prende en el torso, una rosa tosca.
Ha olvidado cepillarse los dientes. No tiene caso enojarse, piensa, tiene pereza hasta de sentir ira y prefiere caminar hasta el baño y lavarse de una vez. En el mismo vaso plástico hay dos cepillos de cerdas torcidas. El dentífrico vomita crema blanca, convertida en espuma entre sus dientes astillados de tiempo, de rumiar la vida.
Vuelve al espejo; otra vez se mira. No atina a sonreír. Su mirada baja, como si se desinflara, se pierde en algún pliegue de la falda, en cualquier detalle del cuarto reflejado; es como si aún guardara la esperanza de que su ritual disimule, al menos, esa lástima que siente de sí misma, aliviane el peso que lleva por dentro, las ojeras que se marcan al otro lado de sus ojos, la boca que se cierra desde el interior de los labios.
Su rutina de maquillaje es un rezago de la juventud, cuando pasaba horas coloreándose, posando, deleitándose con su figura nítida. Esa coquetería llamó la atención del otro, ese que no duró más allá de una borrasca, la propia, y la dejó anclada al pasado con una mortaja de huesos.
Amo la tersura de tu cuello
su largura elegante
el color tan pálido que te cubre
el contraste de tus ojos
el timbre de tu risa
el aliento sutil
el mentón.
Quiero envolverte
quiero transitarte
aprender la forma de tus dedos
y amasar tus muslos con mis manos.
Ella pensó que los hombres dicen cosas así para conquistar niñas ingenuas, que esas palabras las habría dicho mil veces antes y las repetiría después a mil mujeres más. Pero igual le regaló una sonrisa y después otra, él se acurrucó en su regazo con orfandad; ella sonrió de nuevo, lo levantó y se dejó besar, se dejó recorrer con la aridez que intuyó en sus ojos; él le ofrendó al oído una declaración de amor, la amargura de la conciencia, el recuerdo de lo que fue, de lo que no quería que fuera, miedo pertinaz, fracaso y llanto.
Ella comprendió en sus lágrimas la confesión profunda y lo abrazó con todo el amor que encontró en sus cortos años, con la ingenuidad que sus padres cuidaban celosos, con el cuerpo que despertaba del letargo infantil e intuía convexidad femínea.
Vacía tus arcas de frustración
emerge del pozo infecto
escribe tu nombre sobre el mío
y engarza tu mano a mi cintura
sonríe
sana
surca el viento con tu cabello
corre descalzo y
habítame
pósate en mis caderas
sáciate conmigo
volátil palpitación
la eternidad en un suspiro
Y el dolor se aplacó con una morada cálida, con la sonrisa y el beso; la figura gris se adormeció y el sol asomó su rostro efervescente. Un atisbo de felicidad se instaló entre sus sábanas mientras el mar se mecía lerdo. Pero la cotidianidad lo vistió con su uniforme y su calendario, la necesidad se paleó con mientras tantos, con mañanas frías de oficina y tardes de cuadrar números, labores insípidas, días anónimos,
un transeúnte cualquiera
un maletín cargado
la misma corbata
el terno cobalto
los zapatos
el final del camino se repite siempre
el sol y su monótona traslación
este-oeste este-oeste
la aridez y el polvo.
Ve la vida volar por la ventana
el viento viaja veloz, voraz
se va con su juventud
mientras él especta por el cristal
pernocta sonámbulo
eructa la paz condenatoria
sepulcro séptico
la subalma o la desvida
siempre Adoum repicando…
El presagio se cumplió, el tiempo dio su giro y cayó sobre sí mismo. Lo inevitable llegó al fin, la eternizante pátina del amor se diluyó con gritos de angustia, implosión depresiva que ahogó la lumbre con su ventisca y la ilusión se tornó desencuentro. Pero ella no quiso aceptar su distancia y se encerró a recordarlo, ciega, disfrazada de víctima, vergonzante a las puertas de un panteón. Él huía de sí mismo, sentía miedo de sus propios pasos, auguraba sus mares embravecidos, hartos de espuma.
Después de añísimos de quizases talveces ojalases
no quedan sino porqués nuncamases y tampocos
Él se arrancó del mundo y ella llenó su lecho de lágrimas; él dejó de sentir mientras ella fue piel en carne viva, recurrencia, obsesión. La tierra diluía el cuerpo del otro mientras ella construía una madriguera estéril, un cubil empotrado de palabras caducas y razones falsas.
Ahora sus ojos no volverán al espejo por el resto del día. Se ha sustraído como tantas veces en otra rutina tan macabra como la primera, ese agujero interminable que es su memoria.
Da vuelta, mira la cama
una cobija rebosa
un crucifijo gastado en la cabecera
la ventana cerrada
tapiada de cortinas
mundo inhóspito
el exterior…
La mujer se acerca a la sillita de mimbre arrinconada a un lado de la puerta. Sin pensar más se sienta y aguarda. Está lista para salir, para salir-a-ninguna-parte, como siempre; los ojos distraídos en sus manos de gruesas coyunturas y venas flácidas.
Ahora levanta la vista con un suspiro que lleva exhalando añísimos. Ya ha hecho su parte y espera neciamente la respuesta del otro, ese que se fue y que aún no ha vuelto, que no llegará a pesar de que ella lo ansíe tanto.
Un día más…
una lágrima y después otra.
La Franciscana, 2006 Homenaje al escritor Jorge Enrique Adoum Publicado en la antología Amores y desamores en la mitad del mundo Traducido al mandarín (Editorial Arte y Literatura, La Habana, 2014; Beijin, 2016)