Apuntes sobre un escritor oficiante
Apuntes sobre un escritor oficiante
Y sin embargo… se mueve
Y sin embargo… se mueve
Luis Monteros Arregui, escritor.
La literatura es, ante todo, un juego de permanente experimentación, es la posibilidad inacabable de crear y recrear a través de la palabra, como vehículo de expresión. Por eso, asumirse escritor no es algo que uno deba tomarse a la ligera; al menos no, si se tiene una pizca de responsabilidad y consciencia del oficio. Y no porque sea algo especial –queda claro que el oficio del escritor es como cualquier otro– sino porque implica un situarse frente al mundo y decir ¿y qué? O, más bien, y sin embargo…
Por eso hay tanta pose y tan poco oficio, tantos escritores de cafetín y tan pocos de biblioteca, tantos relatos repetitivos y tan pocos que innoven, que se arriesguen con estructuras, tratamientos y conflictos –siempre al servicio de la historia a contar, claro– y se replanteen una y otra vez el hecho estético como transgresión y no como cauce.
La literatura, para mí, es una forma de ver el mundo y un mecanismo para descifrarlo, cosa harto complicada si tomamos de referencia, por ejemplo, esta Latinoamérica tan singular que habitamos y, en ella, un Ecuador minúsculo en el que siempre queda todo por hacer. Y para decir esto me despojo de cualquier atavismo patriotero, como fórmula de ocultamiento, y me sitúo como transeúnte de un país en el que me siento extranjero a empujones, que me desarraiga una y otra vez, me expulsa apátrida, como corolario de un imaginario en el que todos descalificamos al otro, en el caso más alentador, porque las más veces simplemente desconocemos que pueda existir un otro a quien excluir. Un otro que escriba desde las postrimerías del redil, un otro tan incapaz de postrarse como de irse.
Esta no es una tierra de gigantes, sin duda, quizá porque las generaciones anteriores no consiguieron escapar a tiempo, aunque lo quisieron tanto; tal vez porque han pretendido que sus voces retumben para siempre entre las cuatro paredes patrias y sean consagradas a perpetuidad.
Por eso aquí cobra otro sentido ser escritor y escribir desde la periferia –de la periferia–, que vendría a ser una suerte de extramuro, un ‘estar lejísimos’ aunque se esté muy adentro, muy encima, muy arraigado; esta paradoja es justamente la que permite que el péndulo se mueva y que en algún momento de la historia hayamos debido aceptar, con cierto resabio, que el universo entero no gira a nuestro alrededor.
Y entonces ¿qué queda?, sino escribir, leer, mirar, imaginar y ser, asumirse en la absurdidad, matar al padre, saber que no hay camino y, sin embargo, seguir caminando.