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El Ático 2017-10-19T01:18:35+00:00

El Ático

El Ático

Formato: Cuento
Año de publicación: 1998
Editorial: Casa de la Cultura Ecuatoriana
Número de Páginas: 78
Tiraje: 1.000 ejemplares (Agotado).
Contenido: 1. El ático
2. Cómplices
3. El final
4. De blanco
5. Laberintos
6. Anónimos
7. El péndulo
8. Entre la basura
9. La esquina de siempre
10. La huida
11. Pasado
12. Solo
13. Carmen
14. Adiós

Sinopsis

El ático es un libro que recoge catorce cuentos con los que Luis Monteros Arregui se inició como escritor publicado en 1998 bajo el sello de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En este libro, el autor propone estructuras cortas y concisas, lúdicas en su tratamiento aunque recurrentes en sus temáticas que, desde una óptica de espectador atento, desarrolla como variantes de un tronco estilístico común. El libro posee, pues, una coherencia en el planteamiento estético que resulta refrescante, poco común y, por ende, sorprendente para un autor novel, que toma distancia –¿a propósito?– del camino trazado por la literatura ecuatoriana más contemporánea y sus problemáticas habituales. Luis Monteros parecería trabajar en solitario, en una suerte de aislamiento voluntario del mundillo intelectual que le permite una actitud crítica y, sobre todo, la libertad para crear sin restricciones ni más compromisos que los que impone el mismo oficio.

Con una atmósfera lúgubre, en la que destacan imágenes crudas, conflictos descarnados, personajes anónimos y finales inesperados, Monteros reta al lector a confrontar sus propios temores y prejuicios, a explorar en su memoria por imágenes y situaciones que ayuden a deconstruir cada historia, como si se tratara de un modelo para armar; ese juego se manifiesta también, y sobre todo, en las estructuras narrativas con las que ha ‘diseñado’ los relatos, que invitan –¿obligan?– al lector a detenerse a raya, a auscultar e interpretar textos incapaces de cobrar sentido completo sin la intromisión consentida de quien lee.

Este reto, como premisa indispensable para disfrutar El ático es, sin lugar a dudas, uno de sus principales aciertos. Disfrutar en tanto cada historia cuaja y golpea desde su inicio, signado ineludiblemente por frases contundentes, como impronta que se replica en todo el libro; disfrutar de relatos bien armados, que mantienen la tensión y el ritmo con celo; y disfrutar en tanto se hace notoria la vocación literaria del autor, avezada e irreverente, como la inauguración auspiciosa de un escritor cabal, dispuesto a asumir riesgos en la escritura, entendida como crónica e interpretación de una realidad capaz de volverse ficción en un círculo que, en manos como las de Luis Monteros Arregui, parece confundirse ad eternum.

Selección de cuentos

Vi como se levantaba trémulamente y se acercaba a la puerta. Su cuerpo mal vestido insistía en recordarme las ocasiones –que ahora sé que han sido muchas– en las que no concebíamos otra forma de encontrarnos que no fuera desnudos al fondo de ese pozo que es el deseo. Ella intentaba ocultar las marcas del tiempo sobre su rostro, con su cabello revuelto y los ojos silentes. Apenas entró al baño sentí que me liberaba del pasado, que su ausencia volvía a ser cotidiana como cuando le rogaba que se fuera, que me ayudara a extrañarla, a sufrir su distancia obligada, a quererla. Le decía que sólo se acordaría de mí en los encuentros fortuitos porque yo no era más que un accidente en su vida núbil. La convencía de no buscarme, de involucrarse con alguien más para que, si nos viéramos en la calle, renaciera en ella ese estúpido temblor que se empeñaba en llamar amor. Siempre terminábamos en mi cama, siempre, porque yo no sabía la diferencia entre una promesa rota y una mentira, porque los encuentros fortuitos se daban en el mismo sitio y a la misma hora.

Cuando salió del baño, había cambiado su eterna cara de resignación por un gesto de desconcierto; quiso mirarme pero no le avanzaron las fuerzas, supongo. Tomó su cartera y la revisó, como antes, cuando se despedía con la certeza de volver y dejaba a propósito alguna cosa sobre la mesa de diario, sobre la misma mesa en la que tantas veces quiso poner su maleta para quedarse.

Estaba convencida de que esta vez sería definitivo, que dejaría a propósito las llaves que consiguió a regañadientes, segura de que, ni bien cruzara el umbral, yo saldría de mi sueño fingido y me incorporaría apurado a botarlas en la basura, como había botado todos estos años.

Hace una hora cerró la puerta silenciosamente, aun sabiendo que yo no dormía. La escuché bajar las escaleras con pesar de cortejo y sentí cómo sus tacones martillaban mis oídos. A pesar de que ya se ha ido, todavía retumba en la habitación el eco de su voz diciendo adiós.

La Franciscana, 1998
Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)

“Presiento que tarde o temprano llegará el momento
en que la vida y la razón me abandonarán a la vez,
¡en una lucha desigual con el siniestro fantasma:
el Miedo”

“La caída de la casa Usher”
Edgar Allan Poe

Estaba casi muerto.

Había corrido durante toda la noche envuelto en temblores y sudores fríos. Al amanecer, apenas podía mantenerse en pie, debilitado por la fiebre y la huida. Uno de sus compinches le daba ánimos para que continuara pero era inútil: estaba herido, se desangraba lentamente por una pierna.

Cayó inconsciente.

Sintió de pronto cómo se deslizaba por su cuello, con su movimiento callado, con ese cuerpo helado, como inerte. Al principio no quiso abrir los ojos, se quedó inmóvil y trató de persuadir a quien lo sostenía, con leves golpes del brazo; no tuvo respuesta. Decidió mirar. Vio solo imágenes desenfocadas, confundidas con recuerdos cortados y pesadillas. Apretó los ojos y, aunque tuvo la certeza de haberse liberado de ellos, la angustia que le provocaba eso que se había posado sobre su garganta, persistía. Inclinó la cabeza y sintió el resto del enjuto cuerpo que colgaba a su lado y se enroscaba por encima de sus hombros. Quiso gritar pero ya no tenía fuerzas. Giró apenas la cabeza y abrió nuevamente los ojos; la tenía muy cerca, podía hasta percibir su olor a polvo, ver sus escamas infinitas y su piel descolorida; ver al fuego escapar por los ventanales fracturados de las casas, los hombres acribillados con la mirada hueca y sus mujeres violadas frente a los hijos; ver los disparos que se tragaba la noche junto con los fugitivos; reconocer el sol de la mañana que lastimaba sus pupilas y la plaza llena de soldados carcajeando; ver a sus compinches amarrados, como él en el cadalso, al encapuchado que se acerca entre vítores a derribar el tronco que lo sostiene mientras él, absorto en su ambigüedad, se balancea como un péndulo que muere en cada movimiento.

La Franciscana, 1997
Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)

“No habrá nunca una puerta. Estás adentro
y el alcázar abarca el universo
y no tiene anverso ni reverso
ni externo muro ni secreto centro”

“Laberinto”
Jorge Luis Borges

Resucité al tercer día.

Escapo del panteón prematuro en el que caí hace algunas noches y busco a tientas la luz. Enciendo una lámpara y vuelvo a la realidad. En la mesa, una botella hambrienta me seduce a sus últimas gotas; agacho la cabeza y vomito algo lechoso que se pierde en la alfombra; el humo casi ha desaparecido pero el hedor persiste. Entro al baño. Descubro que estoy duchándome con ropa; el agua helada que golpea mi cara, revuelve los recuerdos sepultados con cada contracción del vientre; siento las vísceras vaciarse por entre mis piernas hasta oscurecer el agua que traga el sifón. Casi dormido, me arrimo a una de las paredes cuadriculadas, resbalo y vomito de nuevo, aunque sean solo bocados de aire.

No sé cuánto tiempo ha pasado, sigo en la ducha y despierto con una punzada que me corroe desde la nuca; la sensación de haber vuelto al infierno de la ansiedad es una insoportable presión en la cabeza. Me incorporo abrazado a los muros e intento pensar, aunque mi cerebro todavía esté muerto. ¿Cuántos meses he gastado en huir del mundo, en apaciguar realidades virtuales como fragmentos de paraísos prometidos que desembocan siempre, tarde o temprano, en el pantano de mi propia lucidez? ¿Cuánto más me costará aceptar que soy apenas un hombre, un estúpido fracasado que se oculta tras una neblina de ficciones?

Sin darme cuenta estoy frente al velador, abro el cajón y saco la fundita que oculta los secretos de mi encierro.

—No más; ya no más —repito en voz baja, queriendo convencerme. La dejo sobre la cama como si pudiera olvidarla. Me cubro el rostro con las manos y cierro los ojos; respiro la desesperación de saberme vivo. Hay un zumbido que crece desde adentro, escalofríos; una suerte de resignación premonitoria humedece mis dedos y ahueca mi estómago.

La tarde lucha por retirar las nubes que cubren al sol; las sopla con persistencia y cuando al fin parece haberse despejado, ya no importa, el sol ha caído.

Otra vez la noche.

—¡Mierda!

La Franciscana, 1997
Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)

Opinión de Terceros

Una nueva vertiente, con los mismos temas existenciales, una voz fresca pero atravesada ya por la desgracia de la reflexión, una nueva presencia de la vida y de la muerte, de la locura y de la cotidiana belleza de la marginalidad; un joven, Luis Monteros Arregui que, desde el Ático, es decir desde la cabeza, desde el castillo del cuerpo, va traficando palabras, quitándoles la pátina de oro viejo con que Rimbaud, Baudelaire o cualquier otro maldito las enterraron para que sea más tembloroso el descubrimiento.

Cuentos de nueva voz, estos de Luis Monteros, pero del mismo resonante eco del desencanto y la melancolía, relatos desde donde alguien acecha, alguien espía, alguien tiene entre los labios ese alicaído concepto que los hombres llaman a veces amor y a veces esperanza.

Raúl Pérez Torres, escritor ecuatoriano
Quito, octubre de 1998

INVENTARIO SOBRE UN ESCRITOR, SUS HISTORIAS Y SUS PERSONAJES.
Contratexto al libro de cuentos El ático

Ático es una ventana, es el rincón oscuro desde donde los ojos de Luis Monteros pasean, se desbordan y deambulan, rompiendo la sordidez del mundo con esas espadas de luz que son sus pensamientos de observador solitario.

Él prefiere perderse en el velo negro de ese mundo que recrean sus ojos, insisto en ellos porque creo que el dolor y la violencia que emana de su prosa está hecha de sus ojos, pues en ellos el asco y el espanto se destilan desde el fondo más oscuro de su iris, penetrando al interior de su cuerpo, donde se hace eterna la noche.

Encuentro que esos haces de luz en la penumbra son el llanto del arrepentimiento por lo que su mirada recrea en cada relato; es el mismo llanto de las semanas de encierro del deseo, de huir del aire lleno de demonios, de gemidos que nublan los sueños y mueren en los muros de la realidad. Esos haces de luz son crepúsculos que nacen sobre la faz de su agonía interior, con la vorágine de la vida que él no es capaz de tocar, sino simplemente mirar desde su Ático.

Trasciende en sus notas esa obsesión escatológica con la que mira el mundo, así camina él por las veredas, cargado de su ropa, sus poemas y su dignidad. Así van cayendo las escamas de su piel descolorida, por sus veinte años de anunciar su existencia y ver retratados los paisajes de su tiempo en los relatos que aún no han terminado de nacer; solo así puede exprimir su corazón en esas hojas donde viven las prosas que su cabeza inventa y proyecta.

Sus ojos de cuentista son incapaces de soportar lo normal, el amor suave y encantador le hastía: a él le duele observar la belleza reposar. Ningún cuento le devuelve a su realidad, pues la literatura sigue sobre la mesa hambrienta y erguida de masoquismo y lascivia; él ama la palabra como se ama a una mujer, se deja seducir creyendo que cuando ella está no existe nadie, sabiendo que su mirada deja de ser cuando ella lo mira. Pero a veces también se cree su dueño y teme abandonos y engaños, sufre con tormentos interminables, ausencias provocadas que lo agotan y lo sumen. Entonces trata de quitarse su olor, y bebe y se pierde, con la náusea que le provoca su propia debilidad.

Y cuando ella no llega, él la mata con su propia muerte.

José Luis Laguna, escritor boliviano. Santa Cruz de la Sierra, 1999

LOS PRONOMBRES DEL DESTIERRO
Sobre la obra narrativa de Luis Monteros Arregui, escritor ecuatoriano.

Incluso si el nombre no fuera, si no coincidiera con la existencia material de los humanos, el pronombre intuye los designios, las fatalidades y las luces que se alquimian en los seres.

Yo: en el ático, fúnebre devoto de un infierno de santos, sombra anónima que alimenta la calle, mañana soy frente al espejo, huésped infame de la cama, número rojo de todos los misterios, amante de pasillo y madrugada, yo en el purgatorio de los días.

Yo: transitando de la soledad a la soledad amplificada, caminando de puntillas sobre los filos del amor, en el vértigo de la incertidumbre, en el presagio de muerte, en la muerte, en temblores de espejismo multiplicados en los pasos.

Yo: lengua caliente, yo palabra y media, yo recuerdo, yo dolor nuestro de cada día, yo sudores y gemidos, lágrima, yo hijo en orfandad latente, miseria y paraíso, yo palabra, cuento, historia larga, yo del amor una promesa a tientas.

Tú: ausente, lejanísima promesa, la ternura que ilumina los rincones, el final de los finales, la mentira reprisada, el calor que invade la casa de la habitación al insomnio, tú extravío, tú pretexto para el llanto, tú sin mí, tú soledad y miedo compartido, tú inolvidable, agonía letal de los sentidos, tú prisionera, tú horizonte nocturno de mi cuerpo, tú ángel.

Nosotros: conjugación imposible, vértice inconcluso, realidad minúscula que solo cabe en el abrazo o en la ironía que escurre en este humano argumento de trama irónica, incierta.

El pronombre personal escribe la línea de frontera entre la vida propia, la del otro, la otra y también dibuja el mapa de la existencia colectiva. Es así que Monteros hila sus historias, en ese límite de lo propio, lo próximo y lo ajeno. En ese territorio donde el amor es veneno y antídoto para encontrarse y definirse o es el salto de pánico en medio del laberinto oscuro.

Pero además hay otra dimensión de encuentros que es posible, la del yo personaje con el yo lector. Ahí son posibles confrontaciones violentas entre la locura, el cinismo y las pasiones literarias que se filtran al consciente e inconsciente donde la experiencia vital es cada más simulacro. Los personajes de la obra de Monteros dicen y viven lo que varios de nosotros apenas nos permitiríamos imaginar.

Entonces se provoca un vacío extenso, pero al menos honesto, sobre nuestro retrato propio. No es fácil la lectura de las narraciones que propone Monteros. Es un espejo al que hay que asomarse con una predisposición al destierro.

Paulina Ponce, poeta. Quito, 28 de agosto de 2011