Did the devil make the world while god was sleeping someone said you'll never get a wish from a bone another wrong good-bye and a hundred sailors that deep blue sky is my home… they all have ways to make you pay… “Little drop of poison” Tom Waits
Acabo de morir. Parece. No sé. Por un momento lo creí irreal, salido de un sueño. ¿Será?, muerto, parece que sí… fue cuestión de regresar a ver y constatar que todavía abrazo el escusado. Pude ser un cadáver bastante bonito si no fuera por la cara de muerto que tengo, los ojos a medio abrir (a medio cerrar) y un hilo de fluido gástrico que permanece coloidal entre el retrete y mi boca. El tipo que he dejado de ser me vomitó del cuerpo en una suerte de desdoblamiento, me ha tosido y desalojado a un estado etéreo, menos que una voluta o un eructo. Creo que la última arcada con la que quise regurgitar las pastillas fue tan fuerte que me sacó de mí mismo.
Siempre me preocupó la desfiguración que provoca la muerte. Si me hubiera partido la cabeza contra una acera, no tendría la cara de borracho con la que me encontrará el vecino en unos días y, aunque hubiera tenido un eterno segundo de adrenalina al saltar del piso doce, habrían tenido que desentrañarme con una espátula y un balde de agua jabonosa. Lo mismo si hubiera elegido usar la escopeta que guardo en el fondo de un armario; habría tenido que escoger el lugar exacto para que los sesos no escaparan por el hueco de una ventana o jaspearan la habitación con su teñido macabro. Los suicidas deberían ser más considerados con quienes tendrán que limpiar su desorden. Cortarse las venas resulta también un acto de descomedimiento extremo; echar a perder una alfombra, un colchón, quedarse vaciado de color, como un vampiro, debe ser grotesco para un pariente o un casero al que le han bajado, de un tajo, un buen porcentaje de plusvalía. A menos que se lo haga en la tina del baño, claro, con un corte en la sangradura y no a la altura de las muñecas, como llorona de telenovela. Por eso sería mejor ahorcarse, morir por estrangulación o ahogamiento, pero eso sí, colgado de un lugar no muy alto, para que luego no hagan falta bomberos o policías, ni siquiera vecinos comedidos; una escalerilla que uno mismo puede dejar a un costado sería suficiente y sacaría del apuro a cualquier deudo.
Arrojarse, dispararse, cortarse o ahorcarse implican acciones cruentas, de cierta temeridad, impropias de un suicida que se sienta refinado. Morir desnudo tampoco es conveniente al pudor porque siempre aparecerá una tía bien-intencionada que querrá vestir al penitente a su manera, para por fin verlo enchalecado, peinado con raya al lado izquierdo y la piel lustrosa de una afeitada reciente; tampoco vale dejar que un hermano o un padre lidien con los músculos entumecidos para enderezar una pierna, un brazo o el cuello hasta que el occiso quepa de cuerpo presente en un pantalón y una camisa; enterrado sin ropa interior, vestido con un terno definitivo, bueno, casi, hasta que los gusanos hagan el favor de roerlo.
Acabo de morir, sin duda, sí, soy una sombra, un hálito que reposa suspendido al lado de quien en vida fui. Así me veo desde este no-lugar en el que ¿estoy? –ojalá– en tránsito. Tuve la precaución de quedarme solo algunas horas para planearlo bien, tuve el buen seso de vestirme como más me gusta y, además, no elegir una forma grotesca de matarme. ¡Qué cadáver tan considerado!, diría cualquiera. Mi madre estaría muy orgullosa de mí. Bueno, no. Digámoslo en términos generales.
Ahora que lo pienso bien, ni siquiera estaba seguro, no hubo una decisión sostenida, fue cuestión de dejar que el despecho se desbordara, entre un disco de Tom Waits, el vodka de siempre, un cigarro robado y el cargamento adecuado de pastillas.
Esas ayudas son muy útiles para evitar fiascos, porque de cerca la muerte siempre tiene mala cara y el arrepentimiento de último segundo hace que un recién envenenado termine agonizando entre lamentos en un catre de hospital, o que un futuro ahorcado intente alcanzar la escalerilla y patee al aire mientras la soga los asfixia sin remedio. El suicida arrepentido es el ser más indigno que hay.
Nadie en sus cabales se acerca al precipicio sin escalofríos; por eso el alcohol es el patrono del gremio. ¡Ya qué importa si a uno lo tachan de cobarde! Yo no tengo inconveniente en aceptar que lo soy; incluso más cobarde que considerado (perdón mamita) y borracho por decisión propia. ¡Cuántas veces, encandilado por las luces del alcohol, me quise morir y hasta me quise matar! Alguna vez me puse tan gris que me zampé el frasco de antidepresivos con sorbos de vodka pero solo contenía tres o cuatro pastillas que, al cabo de media hora, más que muerte, me quitaron la tristeza y me ayudaron a dormir.
Por eso esta vez fui precavido. Y considerado. Pero sobre todo cobarde. Tanto que, en honor a la verdad, sí me arrepentí; me arrepentí y me levanté de la cama cuando el cuerpo ya se resistía a mover, con los pies de plomo y el cerebro de piedra, todo un espécimen trastabillando hacia un baño casi inalcanzable (y digo casi, porque llegué, luego de un buen rato de arrastrar al medio-muerto), y tuve la delicadeza de levantar la tapa del escusado antes de emporcarlo. Ahora que lo pienso, si fuera menos considerado, habría vomitado en la misma cama o en la alfombra, media hora antes, en lugar de llegar al baño y depositar tan higiénicamente los restos de pastillas y vodka que terminaron por expulsarme del envase. Error fatal.
Me alejo un poco del cuerpo y noto que he fracasado en mi intento por morir con asepsia. ¡Mierda! Encuentro una estela de vómito a lo largo de la alfombra que viene del dormitorio, percibo su hedor entre la madeja despeinada y caigo en cuenta de que puedo oler. Puedo pensar, puedo ver, puedo oler. Me puedo mover, y lo hago, avanzo, abandono mi cadáver abrazado de la taza y recojo los pasos del suicida: compruebo que intenté ponerme de pie apoyado en un armario y lo impregné de mi agonía; una pared, otra, más allá el vaso de vodka ha dejado escapar su contenido, como el muerto que relaja sus esfínteres; parece que no terminé mi trago. Avanzo y veo que la botella repitió mi teatro, cayó del velador, rodó un poco y vomitó a borbotones, formando un charco en la alfombra y salpicando una cortina. ¿Quién habrá fallecido primero?
Entonces me percato de una frase she was a middle class girl, she was in over her head… y reconozco esa voz de lija que se lamenta tras una guitarra, en el golpeteo de un piano, but now she’s dead, forever dead, forever dead and lovely now… noto que también puedo oír (también me doy cuenta de que el cabrón de Tom Waits sigue vivo y yo no). Imagino que se menea en un claroscuro, a ratos se tambalea, malpuesto un sombrero, una chaqueta arrugada, copa en mano, un cigarrillo, mientras al fondo tres músicos somnolientos siguen sus murmullos.
Continúo hacia la cama y veo el cenicero rebosante, el cigarro caído –otro cadáver más en la alfombra despeinada– aunque, al parecer, él nos pervive con un puntillo incandescente, una pequeñísima luz colorada que asoma entre el pelaje azulado y respira cuando el viento se cuela por una rendija. Él nos sobrevivirá un poco más, what’s more romantic then dying in the moonlight?, gorjea el disco.
La cama también está contaminada con mi muerte, ¡maldición! La verdad es que no recuerdo en qué momento perdí la compostura y comencé a sufrir, a retorcerme, a luchar, cuándo dejé las cobijas revueltas, manchadas de ese ácido que terminó por corroerme y sacarme del cascarón que, desde aquí, parece seducir al escusado. Pues sí, muerto sobre un gran copón de meados; habría sido preferible lanzarse de una terraza o colgarse desde la viga de la sala con un cable de luz; ¿es más considerado que a uno lo encuentren despedazado que con este gesto de beodo que besa el inodoro y deja a su paso un rastro de mugre para que otro limpie?
¿Habrá alguna manera de reinsertarme en el cuerpo?, podría imitar su posición y tratar de moverlo, hacerle abrir los ojos, escupir el bocado agrio que nos cuelga, jalar la palanca y vaciar el tanque, incorporarnos, tomar un par de bocados de agua para recubrir las vísceras irritadas, abrir el estante y sacar un paño, un poco de detergente, un recipiente para hacer espuma. ¿Sería capaz de limpiar la alfombra, las paredes, el armario, de recoger el vaso, la botella y el cigarro, de tender la cama? Parece una rutina extensa y cansina, más aún para alguien que está muerto. Y hace rato. Quién sabe si mi cerebro podrá todavía procesar algún pensamiento o resulte que al resucitar solo llegue a ser un autómata, un retrasado en el mejor de los casos. Bueno, tampoco aspiraría a un revivir permanente, solo lo indispensable para dejar en orden la casa y morir con esa dignidad que tienen los poetas pobres.
Eso sería, necesito recobrar mi cuerpo por diez minutos, tiempo más que suficiente para volver al decoro. Y bueno… si sobraran un par de minutitos podría ensayar un baile suave, como un bamboleo, al son de feel the heat and the burn on your back, the rip and the moan the stretch of the rack, terminar la botella, el cigarro, sentarme en el sillón de brazos altos y esperar a que la muerte vuelva y me arroje al vacío de nuevo.
Pero, ¿y si no regresa?, ¿si se harta de mi flojera, de mi arrogancia, de mi orden a ultranza? Entonces habría que obligarla a volver, buscar más pastillas, rebuscar en los cajones, bajar las escaleras, salir a la calle (arroparse del frío), caminar, buscar, entrar, fingir salud y cordura, maldecir a esa tía por no haberme puesto nunca un chaleco ni peinarme con raya, por nunca haberme inculcado la facha adecuada para ir a una farmacia a conseguir somníferos sin receta, en lugar de llegar con la cara de muerto recién resucitado que tendría. All my belongings in a flour sack, will the place I come from take me back me susurra otra vez, como tentándome, burlándose invicto, el muy descarado.
Hay que levantar ese cadáver, me digo, pero siento pereza, a pesar de que no tenga nada que hacer ni sepa qué hace el alma expelida de un cuerpo si no hay túnel, si no hay luz ni sombra, si al parecer soy el único que sabe que ha muerto. Vuelvo al baño y me miro, luzco terriblemente mal, soy todo un cadáver, medio hinchado, verdoso, hediondo. Esto ya no tiene remedio, pienso, no hay manera de volver, y aunque fuera posible, sería un fiasco volver a vivir en esa carne; no podría sacarme el olor a parca de encima, el aliento, la sequedad de los ojos no se solucionará con pomadas o colirios, la rigidez mortuoria no cederá con mentol chino… y eso sin mencionar el recuerdo, la memoria será imposible de borrar, ¿cómo podría vivir sabiendo que estuve muerto y regresé para asear mi agonía? Sería un tipo sombrío, hosco, como salido de un cuento de Bukowski, de Poe, en el mejor de los casos.
No hay más. Estoy muerto. Definitivamente. Habrá que aceptarlo y sentar este espíritu en el sillón a esperar que alguien se entere o la luz prometida aparezca. No hay remedio, me repito, y me entretengo con el repicar del piano, reconozco un verso que me estruja algún rincón de este intangible amasijo que creo tener… ¡mira tú!, también puedo sentir, nobody knows they’re lining up to go insane, es una punzada, la misma tristeza se me ha incrustado como una astilla y no sé en dónde si no tengo carne, no hay piel que traspasar, no hay sangre que derramar o esparcir, I’m all alone, I smoke my friends down to the filter, but I feel much cleaner after it rains y entonces vuelvo a tener deseos de beber un sorbo, de inhalar un poco de humo, de abrazarme y lamentar que estoy vivo, sí, la verdad es que quisiera morirme de una buena vez, otra vez pero como se debe.
Me asomo al baño de nuevo y resoplo frente a ese monumento al romance entre el poeta y su musa, ¡qué vergüenza!, maldigo y me contradigo hasta que al fin recuerdo que ese cigarro todavía boquea, echado sobre la alfombra de lanas largas, cerca de la botella desangrada de vodka…
Quizá solo haya que esperar a que el fuego lance su rugido y borre los restos de esta muerte tan vulgar.
They all have ways to make you pay, they all have ways to make you pay.
La Franciscana, 2010 Inédito