Es un crepúsculo que nace en agonía sobre la faz del páramo. El viento gime perdido, busca rocas para cambiar de dirección; el cielo llora a raudales, quiere matar al viento que se empecina en hacer temblar al pasto. El llanto se escurre de las nubes que ocultan la cara del amanecer.
Casi desnudo, yace ahogado en el manto que cubre al valle. Su ropa raída esconde parte de su espalda; los brazos amoratados, las piernas entreabiertas, llenas de tierra, agua y sangre.
Él lo contempla a un par de metros y lo apuñala todavía con su desprecio. Por su rostro corre helada una línea de agua, detenida apenas por la curvatura de la boca; cae del mentón al pasto y se pierde instantáneamente. El pómulo precipita otra; una que le desgarra, que ahoga sus ganas de gritar, de correr a abrazar al cuerpo pálido de tanta muerte.
Nunca lo amó como esa última tarde mientras lo mataba, nunca, a pesar de que lo vio morir tantas veces entre ronroneos tras la euforia amatoria que anegaba su lecho. Nunca lo amó como esa última tarde, aunque ya había sentido antes la rabia ciega de los celos y esa certeza gris de su abandono. Nunca lo amó, más allá de su locura tan manida.
Después de cada episodio de melodrama enfermizo, él lo adormecía con caricias, secaba sus lagrimones y oía cada perdón repetido como si fuera nuevo. Lo acostumbró a faltar a su promesa sellada en ruegos, cuarteada a manotazos y punzones.
Entonces le marcó los dedos en el cuello hasta asfixiarlo, lo sacudió de los cabellos en abanico, lo apuñaló tantas veces como las gotas de lluvia que escondían su sangre; lo mató hasta hartarse, hasta quedar rendido bajo el amanecer opaco. Lo contempló sin saber qué sentir, sin saber casi qué había hecho. Lo miró y aún lo mira, a la espera de que se levante, le seque el llanto y lo perdone.
La Franciscana, 1996
Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)