//El techo del mundo

El techo del mundo

La Paz es un valle encantado, una hondonada barroca en medio de picos andinos como crestas blanquísimas, atalayas que atestiguan con su aliento gélido el paso del tiempo sobre la capital más alta del mundo. Y como si sus 3.600 msnm (en promedio) no fueran suficientes, más arriba está El Alto, ciudad conexa que alberga al aeropuerto y, los jueves y domingos, a la Feria 16 de Julio, probablemente la más grande y diversa del continente.

Entre las cuestas y vericuetos de La Paz asoman rostros mestizos e indígenas que han aprendido a convivir en las alturas altiplánicas –no sin resquemores y resistencias– como única posibilidad de supervivencia común. Aquí la migración interna ha mezclado el mundo rural con el urbano, provocando una mixtura de colores, aromas y formas que hacen de La Paz un lugar único en el mundo, en donde lo ancestral se funde con lo moderno y arroja resultados insólitos a los ojos de los foráneos: el mundo andino, que se extiende por gran parte de Sudamérica, encuentra aquí su nodo.

Paisajes como el del Valle de Llojeta, que parecen salidos de otro mundo, están a tono con los usos y costumbres de su gente: exóticos, coloridos, misteriosos.

Subo en teleférico hacia la ciudad de El Alto, en compañía del escritor Juan Pablo Piñeiro, cuya literatura explora el mundo altiplánico de Bolivia y configura personajes tenaces que podrían parecer irreales pero que, como descubro durante el recorrido, se quedan cortos ante la realidad. La vista que el teleférico ofrece de La Paz es incomparable, aunque esa no haya sido la principal finalidad para su construcción, sino la de servir de medio de transporte y conexión directa entre ambas ciudades. Por sus vías se trasladan seis mil personas cada hora.

Juan Pablo me guía con la soltura de un pez en remanso, avanzo entre puestos de comida típica, calzado popular y repuestos automotrices de segunda mano, y es que en las 16 manzanas que componen la Feria 16 de Julio, uno puede encontrar de todo, incluso artículos de procedencia incierta, variopintos, colorinches, llenos de vida: pócimas para mejorar la salud y el rendimiento sexual, pregoneros esperanzadores con megáfono en alto, cachivaches de todo tipo pululan en este entorno sobrecargado, una suerte de hormiguero apostado sobre el techo del mundo.

Aquí regateo, oigo ritmos andinos entre bachatas “y otros demonios”, bebo jugo recién exprimido en una maquinita de ingenio artesanal y pruebo una sopa de pescado que, según su autora, tiene la cualidad de devolver el alma al cuerpo luego de una faena laboral o fiestera. También me tomo una foto con dos pequeñas vicuñas, casi de peluche, que un emprendedor inusual lleva al Mercado, junto con su camarita de fotos y una impresora portátil.

Es aquí también donde Juan Pablo me inicia en el ritual de la hoja de coca; esa planta de uso ancestral a la que la ligereza de conocimiento confunde con la cocaína, alcaloide que se consume como estupefaciente, y cuyo tráfico y consumo son parte de uno de los negocios ilegales más poderosos del mundo.

Pero eso da para otra crónica, porque ahora estoy en medio de un mercado interminable que tiene a su pie a La Paz, en el techo del mundo.

Diablo Kiteño
Por Bolivia en bici, 2015
Fotos propias y tomadas de Internet

2018-04-05T00:06:23+00:00