Cuando Dios descubrió el terrible pecado cometido por Adán y Eva, sufrió un ataque de cólera y, sin pensarlo dos veces, los expulsó hacia el mundo, que en ese entonces no era más que un desierto, agreste y solitario. Cuenta la leyenda que tomó a Adán por una oreja y, después de zarandearlo por los aires, le dijo que, desde ese momento, tendría que ganarse el pan de cada día con el sudor de su frente. El trabajo es, desde ese momento y a pesar de lo que diga cualquiera, un castigo. Una vez sentenciado, Dios lo lanzó fuera de los muros de oro del Edén. Inmediatamente vio a Eva, que aún saboreaba la manzana condenatoria; frunció el ceño con disgusto y la tomó de los pelos mientras ella pataleaba para escabullirse. Entonces, la condenó a vagar por el mundo junto a su hombre y a parir sus hijos con un dolor agudo, después de vomitar, engordar y bufar durante meses. Ella lo escuchó con resabio, intentando ocultar su desnudez ante el Creador, que la lanzó también tras su marido.
Cuando los hubo desalojado de su Edén, Dios pensó en extender el castigo a todo ser viviente que se atreviera a desobedecerlo, así que buscó a la serpiente que se ocultaba entre el follaje de los árboles; y como nada permanece oculto a los ojos de Dios, más temprano que tarde dio con el verdoso cuerpo de la culebra; y cuando quiso agarrarla, ella trató de morderlo con los colmillos que él mismo le había dado; Dios alcanzó a retirar la mano y, más enfadado todavía, le arrancó todas y cada una de las patas –por esa época se supone que tenía seis– la tomó por el pescuezo y la echó entre maldiciones.
Adán y Eva, conscientes de su orfandad, tuvieron que construirse un mundo menos hostil y precario, recolectando frutos, cazando y aprendiendo a reproducirse como mejor podían, que ya era bastante. La serpiente, que ahora se arrastraba polvorienta, los veía desde lejos con cierta malicia, a la espera de un momento oportuno para vengar a sus delatores ante Dios. Así aguardaba, sacando la lengua, inmóvil.
De vez en cuando, aparecía por el mundo que Adán y Eva iban construyendo algún animal con cara de acontecido o algún arbusto que trataba de asirse a las piedras con sus raíces a la intemperie, recién arrojados del Paraíso por desobedecer a Dios, que se había vuelto más quisquilloso y malhumorado. Conforme asomaban rostrituertos, el hombre y la mujer los recibían y les encontraban alguna utilidad.
Una tarde, mientras Adán recogía camotes, Eva dio a luz a un niño, entre pujos y estertores, gimiendo y renegando por el infame castigo del Creador, el peor que se le podía imponer a un ser viviente: hacerle expulsar un cuerpo tan grande por tan pequeña cavidad, después de haberlo engordado en el vientre durante nueve meses. Y pensó que la idea de Adán de convertirse en el patriarca de una gran comunidad, llena de descendientes que trabajaran y se reprodujeran, tendría que quedar en el olvido, porque ella no estaba dispuesta a pasar por ese calvario una y otra vez. Así que se dedicó a amamantar a su hijo y se negó rotundamente a cualquier pretensión del marido, decidida a que la raza humana se extinguiera si era necesario.
Así pasaron muchos meses, en los que Adán y Eva no concibieron ningún hijo más; entonces Dios, en su magnificencia infinita y asustado por la posibilidad de la desaparición de su imagen y semejanza, ideó un plan para convencer a Eva de que accediera a embarazarse otra vez, y buscó entre todas sus creaciones una que pudiera serle útil.
Una tarde de verano, mientras la pareja dormitaba sobre una piel de asno, asomó a paso lerdo y pendular una gallina, de plumas blancas, regordeta y de ojos saltones, que comenzó a picotear por el suelo. Adán dormía entre ronquidos y babas sin percatarse de su presencia pero Eva, más desconfiada y perspicaz, abrió un ojo, después el otro, y la vio a unos metros escogiendo semillas de entre las piedras del campo. Imbuida por una curiosidad extraña, la mujer se incorporó para revisar a este nuevo ser expulsado del Edén, pensando qué utilidad le podrían dar. Así que caminó hasta la emplumada, la atrapó y la revisó. Acarició sus plumas y no tardó mucho tiempo en darles uso en su imaginación: con ellas haría almohadas, cobijas y hasta colchones, para desechar de una vez las duras pieles que hasta entonces los abrigaban; palpó sus muslos suaves y rechonchos, y se imaginó preparándolos de muchas maneras, hervidos, asados, estofados, combinados con todos los frutos de la tierra. Incluso pensó en utilizar sus vísceras para algún consomé. La gallina era, sin duda alguna, el animal más productivo que Dios había creado, más que el servicial burro o el caballo veloz –aún Dios no había despedido del Paraíso a la incomparable vaca, porque eso recién sucedería en el Éxodo, por un asunto de cuernos–.
Eva miró hacia el Edén, que brillaba a la distancia, y sintió que el resentimiento de Dios hacia ellos había disminuido, como el suyo cedió también con esa idea y aquel animalito entre sus brazos. Volvió al lado de Adán y se durmió hasta el día siguiente, con una sonrisa en el rostro.
Apenas el cielo comenzó a clarear, Eva le contó a su marido sobre el nuevo animal que Dios les había regalado vía destierro, de los usos que le podrían dar, de cómo tendrían una vida más cómoda y placentera gracias a él, y corrieron a ver a la gallina, que todavía dormitaba entre unos pajonales. Adán la levantó para constatar las bondades que aseguraba su mujer y, al hacerlo, encontraron un huevo, blanco y liso, todavía caliente. Eva lo miró extrañada, palpó su superficie dura e ideó múltiples usos, aun cuando ni siquiera había descubierto su contenido. Solo fueron necesarios unos días para que los padres de la humanidad comprobaran la versatilidad del huevo y lo incorporaran decisivamente a su dieta; todas las mañanas, y antes de ir a buscar los frutos de la tierra, Adán levantaba a la gallina mientras Eva sustraía cuidadosamente un huevo para su desayuno.
Pero un día, Adán decidió explorar otras tierras, en busca de animales y plantas insólitos de los que pudieran valerse para vivir mejor y emprendió un viaje de varios días. Entonces Dios, en su infinita sabiduría, se valió de la suspicacia femenina para continuar con su plan. Apenas el sol despuntaba por encima del horizonte, Eva sintió una extraña necesidad de salir a las praderas a caminar, a respirar el aire húmedo de la madrugada y a dejarse encantar por el murmullo del viento y de los pájaros exiliados. Salió, pues, con su primogénito en brazos y comenzó a pasear, contemplando, de rato en rato, los brillantes muros del Paraíso que se alzaban en lo alto de una colina. Absorta en la contemplación del Edén, Eva sintió que las vísceras se le retorcían y un hambre repentina se le instaló en el vientre.
Cuando regresó con la ilusión de cocinar el maravilloso fruto de la gallina, la encontró arrinconada, pujando, cacareando, encorvándose, doblando el cogote, hundiendo el pico entre las plumas. Eva soltó a su niño, que cayó al suelo entre pucheros, y corrió para ver qué le pasaba al espléndido animalito, aquella bendición de Dios. Y es que Eva nunca se había preguntado cómo los huevos aparecían día tras día debajo de la gallinita y recién en ese momento comenzó a descubrir su origen. Se agachó con cautela y hurgó entre la paja mientras la plumífera continuaba con su suplicio y vio cómo expulsaba dolorosamente un huevo. La mujer sintió tanto espanto que decidió no tocarlo siquiera, con la esperanza de que su marido, al volver, decidiera qué hacer con él.
Y así, mañana tras mañana, Eva se asomaba al pajonal y se quedaba mirando a la gallina picotear con cautela, dar aletazos y corretear en su intento vano por volar, tomar agua y volver al nido a calentar los tres, cuatro o cinco huevos acumulados que la mujer se negaba a recoger; solo se sentaba a oír sus lamentos y trataba de calmarla, quería abrazarla y llorar con ella, porque sabía lo que era ese dolor indescriptible y la compadecía viendo el tamaño de los huevos que ponía todos a diario; pero la gallina no se lamentaba, no gemía ni se negaba a su suerte, solo picoteaba, aleteaba y volvía al nido. Eva veía que la emplumada no podía decidir no poner huevos y que era, sin duda alguna, el animal más desdichado de toda la creación, condenado a sufrir cada día; ella que se creía infortunada por tener que parir una vez al año, cada dos, y que renegaba tanto del castigo inmundo del Creador de hacerla sufrir agudos dolores en cada alumbramiento, ahora se sentía incapaz de negarse a tener hijos, motivada por la estoicidad de la gallina. A más de ser el animal más útil, era también el más noble y el más valiente, pensó la mujer mientras se alistaba para el regreso del marido.
Dios se regocijaba en su trono al ver el resultado de su plan, al constatar cómo la gallina, que él había creado con la mano izquierda en un momento de ociosidad y con los restos de otros animales, acababa de salvar a la raza humana de una extinción irremediable. Sintió una inmensa gratitud hacia ella y pensó en darle mejor suerte.
Pero el destino de la gallina estaba echado desde antes de su proeza ponedora, puesto que Eva había resuelto que un animal tan insigne no podía ser sacrificado sino más bien venerado y tomado como ejemplo, y colocó el nido en el centro de su morada, en una especie de altarcito, y la alimentó con sus mejores granos, la acicaló y dio a beber agua fresca. La mujer permanecía tanto tiempo en adoración de la gallina que terminó por descuidar a su propio hijo, arrinconado por ahí chupándose el dedo, temblando de frío y hambre.
Ahí fue cuando a Dios se le acabó la sonrisa y se dio cuenta que el remedio había resultado peor que la enfermedad, porque a más de que el niño pronto moriría abandonado –y la raza humana igual se extinguiría–, Eva se había vuelto idólatra y la bondadosa y útil gallina se había convertido, de pronto, en un estorbo, en la principal competidora de Dios, el primer ídolo pagano de la Tierra. Y eso ya era mucho para una simple y vulgar gallina.
Entonces esperó a que cayera la noche y, cuando Eva, el hijo y la gallina dormían profundamente, se asomó a la puerta del Paraíso y desde ahí sopló sobre la mujer un hálito de malicia. Eva se estremeció de pies a cabeza en su duro lecho de piel de asno, suspiró y siguió en su sueño con una sonrisa en los labios.
Pero en la mañana, cuando despertó con el cacareo de la gallina que pugnaba por poner un huevo, en lugar de acercarse y consolarla como había hecho durante toda la semana, bostezó con un sabor extraño en la boca y se quedó mirándola, pensando que ese animal tan feo que tenía delante no podía ser tan bueno y tan noble como ella creía, que debía ser mucho más malo que los hombres o que la serpiente para que Dios la expulsara del Paraíso y, es más –se estremeció– ¿qué horrible pecado, qué abominación tan terrible habría cometido la gallina en el Edén para que el Creador la condenara a poner enormes y duros huevos, durante todos los días de su vida?
Al atardecer, cuando Adán estuvo de vuelta después de explorar la tierra que sus descendientes habrían de poblar, la mujer salió a su encuentro, lo besó, lo llevó dentro de su morada, lo recostó y puso bajo su cabeza una suave almohada de plumas, susurrando con picardía que había preparado algo especial para celebrar su regreso, porque lo extrañaba un mundo y sentía unas ganas repentinas por poblar la Tierra de hijos.
A su lado, y desprendiendo un aroma a tomillo, se asaba en el fogón, de cuerpo completo, la noble y malévola gallina.
La Franciscana, 2004 Publicado en Pecados de origen (El Conejo, 2009)