Woody Allen sorprende con un cine propio, cada vez, aunque pareciera que filma siempre la misma película. Y es que el escuálido director se asume en su complejidad psicológica (casi patológica) utilizando al cine como un catalizador de sí mismo. Llegar a ser, dejar de ser, volver a ser, en definitiva.
Maridos y esposas (Husbands and wives) es una de esas películas que provoca ver varias veces, y se debería ver varias veces, no solo desde la perspectiva del espectador atento sino del estudiante de cine, del realizador audiovisual, del actor o del escritor. O sea de todos. Más allá de un relato pulcro, conducido por un narrador preciso y oportuno que apenas es perceptible, con rupturas temporales enhebradas con sutileza, actuaciones impecables y matizado por las confesiones de diván de los protagonistas, el filme se deja leer desde varias aristas: para comenzar está la puesta en escena, porque Allen hace uso de la cámara en mano hasta el vértigo, sin steady cam, pogo ni cualquier otro sistema de estabilización de la imagen, pero lo hace indiscriminadamente, como propuesta estética para apoyar el ritmo de la trama y provocar una sensación de ansiedad, inestabilidad emocional, alrededor de cada situación que se plantea. Esa misma puesta en escena termina de delinearse con planos cercanos, intimistas, espacios cerrados en los que se vive en oposición a los otros, abiertos, que solo sirven para transitar con premura, como si el director retratara su obsesión mayor y bestiario por excelencia, Nueva York, a través de la lluvia que arrecia, la incertidumbre y la soledad.
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El segundo aspecto que impresiona por su contundencia es la trama. Su personaje cliché (él mismo, como no podía ser de otra forma) enfrentado a las inclemencias de la ciudad y de sus gentes, inclemencias humanas, miedos que prefiguran una realidad que no se puede asir por ningún lado porque es informe, cambiante e impredecible: la vida. Parejas que se separan por ese orgullo absurdo y otras que viven en desamor, parejas que se hacen y se deshacen, que existen en la urgencia urbana, que se encuentran y desencuentran como si no existiera más alternativa que amar hasta los huesos o morir en el abandono, no hay sosiego ni tregua, no hay tampoco esperanza, las certezas se diluyen entre dudas y rutinas, sin dar tiempo a respirar, a boquear con desesperación.
Woody Allen se confiesa en esta película, se devela tal y como es, cineasta y ser humano, tormentoso y atormentado, patético y encantador, sobreviviente a su propia era, presa de ese mismo vértigo con el que la cámara parecería perseguir a los personajes, a la caza de sus historias privadas, vértigo, además, con el que nos narra Maridos y esposas.