Cuando ella entró a la habitación, él estaba sentado sobre la cama. La miró de pies a cabeza sin entender qué hacía asomando su melena por la puerta —que se abría hasta tocar la pared con un golpe apenas perceptible— e invitándolo a admirarla con una sonrisa.
Una mesita, dos sillas y un afiche descolorido tomaron forma con los haces de luz para perderse inmediatamente cuando la silueta delgada, cubierta a medias por una salida de baño, lo encandiló de frente. La bata blanca dejaba ver parte de su pecho impregnado de minúsculas gotas de agua; un par de tiras enlazadas a la altura del ombligo, escondían ese cuerpo que exhalaba aún el vapor fragante de la ducha. Los muslos aparecían, duros y torneados, los tobillos, los pies delicados.
Con una mano rozándose el vientre, había borrado cualquier pensamiento de la cabeza del cuarentón que abría cada vez más los ojos para contemplarla toda, hasta ese gesto de morderse el labio inferior. Lo imaginó. Creyó verlo y aunque dudó, en la penumbra de la habitación, prefirió pensarlo, y le añadió inconscientemente una ceja arqueada y un mechón ensortijado cayendo sobre el hombro.
Acostumbrado a noches de televisión local y cigarrillos en la cama, ya se había resignado a que esa intromisión alevosa en su rutina sucediera solo en su imaginación, porque en la realidad los días se confundían y esfumaban con el timbre de las tres de la tarde, con la llegada puntual a la casa a sacarse el terno de siempre, a calentar la comida de siempre y a esperar que el sueño nublara la poca conciencia que todavía tenía. Como siempre. Nunca creyó posible que esa figura de risa entrecortada apareciera por una puerta por la que nadie entraba, que susurrara palabras que nadie le decía y que viera en él algo que nadie, ni él mismo, lograba ver. Nunca se preparó para lo que ahora tenía frente a sí, algo que había soñado mil veces como centro del ritual onanista con el que se conformaba, con el que paleaba la impotencia, la categoría invariable de fantasma que ocupaba en la vida de los demás; solo dejaba vestigios de su ausencia como última constatación de aquello que nunca quiso ser: las manos impregnadas con polvo de tiza, los bolsillos de la leva, del pantalón; esferos resecos que guardaba sin razón, virutas de borrador, trocitos de papel; reglas plásticas rotas, con nomenclaturas borradas y filos carcomidos, tan inservibles como las anotaciones que inundaban los exámenes y que nadie tomaba en cuenta.
Sin que siquiera se percatara, ella se deslizó hacia adentro de la habitación, permitiendo que el destello que venía del corredor fuera el testigo de su cuerpo desnudándose ante los temblores de ese exiguo espectador. La bata cayó como una pluma hasta la alfombra. Ella dejó que la luz recorriera su piel adolescente, mostrando el trazo de sus caderas, sus pechos puntiagudos, su sexo boscoso. Él esperaba sin valor para moverse.
—Mírame —dijo entonces— ¿es así como imaginabas mi cuerpo? —continuó a la vez que se recogía el cabello con ambas manos. Se rió ante el asombro del maestro. Él la observó distinta y creyó seguir escuchándola en medio del silencio.
—Sé que me has deseado desnuda desde hace tiempo, sé que me sigues con insistencia y, como ahora, bajas la mirada cuando te sientes delatado. Dime. Dime cuántas veces te has sorprendido dando vueltas en la cama, somnoliento, con la sensación de que toda la sangre se te agolpa de pronto en el vientre y te endurece irreversiblemente, imitando con tus manos mi sexo que presumes virgen, que se abre ante tus ansias, convulsionado, galopante por la rigidez que llevas, y te sofocas acariciando mis pezones que no son más que tus propios dedos, y lo sabes, y los muerdes con desesperación, incapaz de resignarte a que no exista un abrazo que se aferre a ti, sino solo una sábana manchada que después te provoca asco, que te delata viscoso, solitario.
Él escuchó todo en vilo; sin embargo, ella no había dicho una palabra. Mil preguntas aguijoneaban su razón, porqués, cómos, que cuestionaban la veracidad de sus sentidos y hasta la cordura de su mente. Estas cosas nunca le suceden a gente como yo, se dijo, es imposible que sea real, que una estudiante se cuele en mi habitación a medianoche, que se desnude y me ofrezca su cuerpo tierno, a mí, a mí, en vez de meterse en el dormitorio de alguno de sus compañeros, de torsos macizos, caras imberbes y voces estentóreas, esos que habían lapidado su dignidad de hombre, que lo redujeron a un mangajo, una burla cruel y una triste resignación. Qué motivos podría tener para aparecer de esta forma…
Ella continuaba en silencio, intentando acomodarse los rizos rubios con una liga. Se hizo una cola. Ensayó una sonrisa y lanzó la cabeza hacia atrás mientras se cubría la boca con la mano.
El desconcierto lo envolvía con su velo, tenía miedo de preguntar, de develar una intención lastimera o, peor aún, repulsiva; sí, no había más opción.
—¿Qué hace aquí? —musitó.
—¿Te molesta que haya venido? —contestó ella.
—Me sorprende, más bien.
—¿Y eso es bueno? —sonrió.
—Dígamelo usted. No quisiera interpretar mal su visita o ser objeto de una broma desalmada.
—Nadie sabe que estoy aquí. Mi compañera de cuarto está con su novio y los demás están en la piscina o en la discoteca del hotel —sonrió otra vez— a esta hora ya deben estar borrachos.
—Debería estar con ellos, señorita —murmuró sin pensar, con el último rezago de docencia que encontró en su interior.
Se sintió tonto. Y es que no hay manera de interpretar mal la desnudez de una mujer que llega a entregarse. Y no hay peor momento para detenerse a lucubrar que ése, mientras la figura recia empieza a temblar del frío y el perfume de la seducción se esfuma entre la razón y la vergüenza.
Ella se agachó y recogió la bata. Se cubrió a medias con ella, a la vez que esbozaba un gesto de incomodidad.
—Perdón —exclamó él como un ruego— estas cosas nunca le pasan a gente como yo —confesó y enseguida se arrepintió de haber hablado.
—Yo tampoco he hecho algo así nunca, es solo que… —volvió a sonreír— si no era hoy no sería nunca y lo vengo pensando por mucho tiempo.
—¿Ha pensado en esto?
—Muchas veces. Desde hace varios meses, pero creí que no me atrevería al final… y ya ves.
—¿Bebió?
—Apenas un vaso de cerveza… bueno, dos. ¿Quieres que me vaya?
—No –pidió estirando la mano en actitud teatral— por favor, no se vaya. —Eso fue tan impulsivo como desesperado, pensó.
Ella se encogió de hombros y rió con gracia. Él, que por un momento había olvidado la desnudez, volvió a sentir la forma de los pechos erguidos y la curva del pubis escondida entre el vello castaño, aunque la bata cubriera la figura desde los tobillos hasta el cuello. Ella dio un paso hacia adelante y cerró la puerta sin darle la espalda.
—Me muero del frío —justificó.
La oscuridad se instaló densa junto al silencio.
—¿Puedes encender la lámpara?
—Sí, claro, deme un instante —golpeó con sus dedos ciegos un libro y casi derribó un vaso. El sonido puntual del interruptor encendió la luz, descubriendo la cama destendida, la ropa doblada y lista para volver al cuerpo al día siguiente, los zapatos juntos y al pie. El cabello revuelto, la pijama desteñida de tanto uso, las piernas blancuzcas.
—¿Por qué ha venido?
—Porque quería despedirme de ti, porque sé que no te voy a volver a ver y dudo que llegue a conocer alguien como tú —acomodó la bata y se cubrió el pecho por debajo de los brazos.
—Alguien como yo —repitió como una sentencia contundente. Escondió la mirada.
—No pongas esa cara. Te he visto caminar por los pasillos del colegio desde que tenía diez años, ¿sabes? —buscó sus ojos a lo lejos—. Tú siempre me sonreías al pasar y yo pasaba solo para verte sonreír.
—De eso hace muchos años —susurró.
—Yo estaba enamorada de ti, del brillo de tus ojos. Era una ilusión infantil la mía, una ilusión que me duró más de tres años. Todos los días, todos los recreos.
—Sí me acuerdo… era una niña muy linda —levantó la cara— es, es muy linda —quiso sonreír. No pudo.
—Tenía tantas ganas de crecer, de ser tu alumna y que me vieras como a una mujer… No te imaginas cómo lloré cuando de pronto dejaste de ir al colegio; no podía preguntar a nadie…
—A veces la vida nos vira la cara.
—Dos semanas después regresaste, pero así —lo señaló— cambiado, demacrado. Cuando te vi, quise correr a abrazarte, ¡ja!, como si tuviera algún derecho, para escucharte, para contarte que me habías hecho falta. Pero solo pude pasar por ese corredor y esperar a que me miraras, a que me sonrieras.
—No sabía que alguien más podía recordar eso —los ojos al piso.
—No volviste a sonreírme.
—No he vuelto a sonreír desde entonces, creo —se sintió melodramático.
—Con el tiempo fui averiguando, pero solo eran conjeturas y chismes. Decían que tu esposa te había engañado con otro, que los habías descubierto en tu propia cama y que se había llevado a tus hijas sin que pudieras siquiera despedirte de ellas, que no sabías cómo encontrarlas.
—Mis hijas… —masculló.
—Sentía un odio inmenso por tu esposa aun sin conocerla y sin saber si era culpable, la aborrecía por haberme quitado tu sonrisa, por amargarte, por entristecerte tanto —se empezó a acercar muy lentamente.
Él ni siquiera se percató, aturdido por el recuerdo.
—Al principio me dabas pena, pero después te tenía rabia porque no querías dejar de sufrir; todos se burlaban de ti, te remedaban el paso lerdo, jorobado, el tono aburrido de tu voz…
Por un instante se vio de nuevo saliendo de un aula entre silbidos, sin ánimos para volverse y encarar las mofas, sin más remedio que esa resignación que él mismo se había impuesto. Siempre con la misma congoja, con esa angustia que se fue encostrando en sus ojos, hasta dejarle la mirada vacía.
—¿Vino a decirme todo eso, a reclamarme por no ser como usted quisiera? —sus ojos intuían lágrimas.
—¡No!—se detuvo en seco.
—¿Y entonces qué hace aquí? —le increpó.
—Solo quería hacerte sonreír de nuevo. Desde entonces siempre quise verte sonreír otra vez, pero nunca más —dio un paso hacia atrás e hizo un ademán de acomodarse la bata—. ¿Quieres que me vaya?
Él negó con la cabeza.
—Es solo que no puedo creer lo que me dice.
—Entonces mírame y dime si te parece una mentira —volvió a descubrirse a medias.
Él la vio con recelo. Ella dejó caer la bata a sus pies. Él escondió el rostro.
—¿Qué pasa?
—No quiero que se decepcione más de mí… no soy el mismo de sus recuerdos de niña, solo míreme… no tiene que hacer esto —suplicó.
La madurez brillaba en su cabeza de entradas pronunciadas, se abultaba grotesca en su vientre, en sus tobillos filudos. Asumía sus años con decrepitud exacerbada.
—No digas tonterías —se acercó hasta casi tocar su cuerpo—. Mírame, ¿nunca me imaginaste así?
Sus ojos eran enormes pozos de deseo reprimido. Quiso incorporarse pero desistió al instante. Las palabras se esfumaban de su boca, balbuceaba, tartamudeaba sin saber qué responder —sí, te imaginé mil veces con tu falda cuadriculada y tu camisa blanca; claro que me percaté de que crecías, que me veías, que me esperabas, pero ¿qué podía hacer sino bajar la cabeza…? por Dios ven, deja que el olor de tu cuerpo me inunde como cuando te acercabas a preguntarme algo; deja que palpe tus formas, que pruebe el sabor de tus muslos, la frescura de tu piel de mariposa…
No tenía fuerzas. Era la primera vez que pretendía que fluyeran libremente sus instintos, era la primera vez que su moral podía reducirse a un lejano temor, a la remota presunción del arrepentimiento del día siguiente. Sintió una corriente de aire chocar contra su cara, los dedos húmedos, su pubis parecía cobrar vida con el ímpetu de una pulsión guardada. La tensión en el vientre le hacía temblar las piernas.
Entonces la tocó con una mano cobarde, respirando con fuerza, a la vera del pasado, del futuro, caminando a tientas por el filo de navaja que es el ahora, reviviendo por fin ese asombro de uno mismo que trae el consentimiento de una tentación mil veces negada, la consumación del idilio que creía absurdo.
Un roce sutil fue el preludio del fuego, como la chispa que comienza un incendio voraz en un pastizal; se estremeció con la aspiración del perfume de ese cuerpo desnudo del que iba a beber hasta hartarse. Ella le acarició la frente y guió sus manos hasta la redondez de sus pechos, para que recordara las caricias, las formas tersas y la piel intacta de la primera juventud. La respiración se tornó jadeo y el desvencijado amante se irguió entero, ardiendo en cada pulsación, la tomó de la cintura y la besó henchido, borrando los resquicios de memoria, la conciencia fútil. La acarició con su cuerpo y ella dejó que él cubriera su figura indemne con el tropel de ansias con que la cabalgó, eufóricos, conjurados entre embestidas trepidantes, hasta que, sin poder contener más la sangre dentro de sus venas, descargó en ella un suspiro intenso, conjunto, suspendido en el tiempo.
Cuando el frenesí se dilató sobre la cama revuelta, ella lo miró con dulzura y él, desde el fondo de una desolación difusa, por fin le sonrió.
La Franciscana, 2002 Inédito