Me levanto con un chuchaqui moral bastante cotidiano, a estas alturas de mi vida. A los pies de la cama, en el sitio justo de la tele prendida, una exuberante mujer se contonea mientras se va despojando de un neglillé colorado. Intenta seducir a este cuerpo somnoliento que se resiste a volver al mundo; sonríe con picardía, me enseña obscena sus caderas redondas, sus pechos inflados. Es irresistible, es lo que cualquier ‘juan pérez’ querría meter en su cama. Y yo a ratos suelo ser ‘juan pérez’, quiero serlo, me resigno a serlo.
La vedette desaparece con la entrada de un comercial, con el apuro que me arranca de las cobijas y me obliga a ducharme. Soy escritor, pienso, mi negocio son las palabras. Salgo del baño con la misma mala cara con la que entré, con la misma ropa. Enciendo la computadora. “Todos los sábados son martes, y 13” canta Sabina como quien no dice nada. Empiezo a revisar textos anteriores para entrar en calor. Más me convendría una taza de café… regada en los pantalones. Quiero escribir la historia de un puñado de extraños que coinciden en un autobús. Lo he venido pensando desde hace varias semanas, rumiando, regurgitando… es que a mí solo me resultan las historias que me obsesionan, las que me persiguen hasta atraparme. Terrible defecto, sobre todo cuando hay otras gentes a quienes les faltan manos para escribir (a mí me sobran dedos), se iluminan como focos de 100W y no se avanzan con tantas ideas útiles (a mí me llegan solo las lisiadas) y ni bien escriben un final feliz (a mí me quedan todos tristes e incompletos) ya tienen lista una editorial prestigiosa o un agente servil para publicar sus éxitos literarios, éxitos de ventas, con regalías, utilidades, entrevistas y otras cosas más que yo conozco bien de lejos.
Me apoyo en el espaldar de la silla y me pregunto con cara de profesor fiscal: ¿Por qué no me pongo a escribir algo más “políticamente correcto”, “editorialmente atractivo”, “socialmente recomendable”? Cómo quisiera sentarme y empezar a tipear otra clase de historias, de esas que el puritanismo más recalcitrante que nos aflora desde la infancia tilda de “normal”, de esas que conducen a una moraleja, que hablan de valores, una historia que no se regodee en los trashumantes y sus desvaríos, en los seres tétricos que podemos ser, sino que los discrimine, los condene, los sepulte con el blasón de los mandamientos y los manuales de urbanidad y buenas maneras. No faltará quien diga que sí, que no tiene sentido explorar la inmundicia del mundo, su corrupción más visceral, porque sería como apologizar, legitimar y hasta promover; que no faltará un ‘guambra medio shunsho’ que encuentre en las marismas su vocación de vida y se dedique a reproducir las prácticas malsanas que se detallan en los libros. Y sería responsabilidad del escritor, claro, que la sociedad inmaculada quede plagada de seres despreciables.
Me imagino que se puede culpar a Kafka por la locura de sus lectores, a Dostoievski por la crueldad, a Poe por la inmundicia, a Camus por la desidia y el egoísmo, a Sartré por los ateos, a Vargas Llosa por los viejos verdes, a Bryce por los borrachos, a Sabato por la desazón… ¿y a Baudelaire, a Coetzee, a Panero, a Huidobro, a Borges? A tantos, todos culpables de anteponer al prejuicio mojigato el espejo espeluznante de nuestras facciones, esas caras mustias que nos encanta negar.
Quisiera ser el charlatán que escribe recetarios de motivación personal (cómo dejar de ser feo y bruto en tres lecciones), que dé respuestas (porque la vida es la misma para todos), que hable de alcanzar ideales (cómo cambiar de carro o irse al cielo), de luchar por recompensas siempre al alcance (la vecina, el aumento de sueldo), de seres de luz que nos vienen a cuidar y a guiar (todo gratis, claro), de oportunidades que solo hay que buscar, de cambios factibles, de voluntades que son suficientes, de la felicidad, del amor verdadero y del para-siempre (que terminan invariablemente en frustración, amantazgo o divorcio).
Quisiera ser el impostor que engaña con tal de ganar dinero, el descarado que se mofa de la desesperación ajena, que juega con las ilusiones de los otros, que crea esperanzas sabiendo que son falsas; quisiera ser el sabelotodo que igual escribe sobre sexo en adolescentes (con un tinte machista y maniqueo que nadie quiere notar) que sobre un gandul que se va en pos de una utopía hasta el confín del mundo (y encuentra siempre su objetivo, gente buena y paz espiritual) o los perdones que cualquier ama de casa católica-conservadora le debe dar a su marido mujeriego, tan arrepentido.
Quisiera ser un arlequín de la palabra, un encantador de multitudes, populista, vendedor de sueños de oropel. Quisiera cagarme en la ingenuidad de la gente y succionarles el dinero como predicador de micrófono y corbata.
Quisiera ser un escritor decente, optimista, un ejemplo para los niños, orgullo de mi abuelita y consentido de los curas; quisiera ser un profeta de los principios y valores, el gurú de las autoayudas y el ‘quiten-de-ahi’ de los tips de superación personal; quisiera ser la envidia de Og Mandino o Cuauhtémoc Sánchez, el Paulo Coelho ecuatoriano, el Khalil Gibrán de la nueva era, el Osho de los pobres, el Deepak Chopra de la revolución bolivariana…
A mi costado, la vedette ha dejado de bailar. Recoge sus ropas con cierta vergüenza, ocultando el cuerpo que un rato antes se regalaba; ya no tiene ese glamour y voluptuosidad, ahora es un despojo, es lo que queda de alguien que se alquila cuando el deseo muere. Es lo que queda de toda vedette cuando la luz del escenario se apaga, porque vive de lo efímero, en un presente instantáneo que ni la memoria puede retener.
Quiero escribir la historia de un puñado de extraños que coinciden en un autobús. Lo he venido pensando desde hace varias semanas, rumiando, regurgitando… pero tengo la creatividad en huelga.
Me levanto. La hoja en blanco; la pantalla, pues.
Diablo Kiteño
La Franciscana, 2009
Fotos tomadas de Internet