En el principio el espíritu de Dos se movía sobre las sábanas. Su principio no fue más que el comienzo de finales pasados, tan comunes para ellos, ajenos hasta esa noche. No quisieron pensar que hubo algo anterior, quizá porque decidieron que no existiera nada y así evitar saber de la vida vivida sin el otro, cuando el amor se cayó sin haber madurado o cuando el deseo los encerró en habitaciones de techos bajos, catres angostos y almohadas gastadas. Era mejor olvidar o pretender olvido.
El término de ese pasado nació de la conciencia que le trajo el insomnio a él y la ubicuidad venida en maldición para ella, los volvió tristes y los develó en soledad. Los temores punzaron como polillas, rondaron con crueldad virulenta hasta que el espíritu del vino, aletargado en maceración, los volvió tangibles en un universo abismado por tinieblas, dos entre cientos, cientos sobre miles, y todos a uno, transeúntes cabizbajos al contorno de su propia sombra, al final de un bostezo o al filo de una navaja.
Ahí expiaron sus lástimas y rencores, ahí mismo se desnudaron de poses, desmontaron sus fetiches y hablaron hasta encontrar en el silencio compañía. Fue ahí cuando empezó todo…
En el principio el espíritu de los Dos se movía con cadencia entre las sábanas, ronroneando al contacto de la piel de un otro tanto como sí mismo: plano cenital de una cama en la que ambos luchan por descubrirse hasta dejar de ser dos.
Entonces, el espíritu de Dos se volvió Uno.
El primer día, el Uno se reconoció en su cuerpo extranjero, se contempló desde sus ojos enormes, esferas puestas a mirarse indefinidamente, con sus nuevos brazos y nuevas piernas, en la textura de su pelo, con las formas toscas de una mitad y las redondeadas de otra, en el tacto de las espaldas y el sopor sísmico de sus sexos, cóncavo-convexo, cóncavo-convexo en fusión alucinante, espasmódica, convulsa hasta las lágrimas. Descubrió que la respiración cosquilleaba en sus orejas, que podía susurrarse frases de arenisca, con ese gusto salobre que la saliva deja en su rodar por el cuello, las manos delineando los glúteos, explorando cada hendidura con el asombro de ser en alguien más, de estar, de permanecer como si el tiempo hubiera quedado colgado entre las ropas o descolgado de una cortina.
Al segundo día el Uno comenzó a crear su mundo e ingenió una casa donde pudiera configurar su existencia unitaria; la llamó hogar. Ordenó sus defectos en vitrinas, asentó las sensaciones en la mesa de diario y exhibió los sentidos como retratos ilustres para que permanecieran a flor de piel; afinó sonrisas, sacó sus penas, las remojó en un florero y desperdigó las alegrías en pétalos por la casa. Ubicó los sueños como muebles, dejando espacios entre ellos para que se colara la vida y reverdeciera los tablones del piso, los muros rosas, el armario espiga y, hasta en el lomo del pasamanos, soltó un capullo que se abría y desprendía su perfume dulzón; pintó con voces maternas los cuadros, con abrazos filiales los marcos de las ventanas y encendió con risas un fuego chiquito en la chimenea.
Al tercer día buscó en sus bolsillos recuerdos vagos, encofrados hasta esa mañana, y se los mostró a sí mismo como postales de una infancia anónima, ambigua de juegos y dulces; los entremezcló con fotogramas de filmes viejos que halló en el cuartoscuro de su memoria y se los proyectó sobre el vientre, desenfocando alrededor de su ombligo recién anudado; ese fue el preludio de la ternura con la que coloreó sus paredes. Sintió burbujas en la panza, tornasolada arcoíris, e incubó nuevos anhelos; subió a brincos por una escalera para soplar las nubes desde el balcón y dejarlos volar, cometas, con el viento que da rubor a la tarde.
Al cuarto día se sumergió en su ser océano, buceó entre coral intrincado hasta su propia superficie, boqueó en aguas de espuma, conteniendo el miedo que presumía su mar embravecido; flotó a la deriva hasta saberse en su vaivén y terminó por naufragar a solas, junto. Se recorrió como una ínsula, se reconoció en cada roca y en cada caracola para, al volver al hogar, reconstruir otro mar idéntico, un mar de paredes cuadriculadas, baldosinas, una cascada perpendicular y cálida que le recordara siempre su cauce y le dibujara riachuelos en la piel unida, reunida. El agua fue el bálsamo que pulió sus comisuras, las imperfecciones que la noche prima había dejado como rezago de lo que fueron antes y que quisieron olvidar.
Al quinto día ensayó el sonido de su nombre, gutural, destemplado, musical, y lo pronunció con la timidez de un primerizo; lo repitió tanto que, en albur impúdico, se puso a improvisar más palabras hasta que le llegó el desconcierto ante voces que no acallan, que rebotan deformes sobre quien las dice. Ensayó una bocanada de caución y abrió un tragaluz en el tejado para que el eco se disipara; tejió un nido en la guardilla para abrigar las palabras justas, como besos, y se acurrucó con ellas; entonces soñó en personajes inverosímiles, habitantes de ciudades altísimas, secretos como montañas, intrigas como bosques, cifrados todos en un alfabeto infinito que fragmentó en libros para que preservaran en sus hojas esas historias que nunca alcanzaría a inventar.
Al sexto día se sentó en una banca y meció sus piernas entre la hierba; olió ese racimo de jardín desperdigado y lo bañó de luz; ahí encontró sus propios sonidos y empezó a cantar, primero despacito y después con euforia sinfónica, solazado en los acordes de su nueva voz; imaginó un bandoneón que se dejaba acariciar y fascinaba a la luna nueva, haciéndola menguar pudorosa; estremeció sus fuelles al son de versos que iba decantando mientras se veía en el espejo de su propia mirada y se describía en un papel con garabatos y notas; se leyó como si su piel fuera una partitura, se escribió y se cantó con los ojos cerrados.
Al séptimo día, (re)conoció el amor…
La Franciscana, 2012 Publicado en la revista Dolce Vita