… que Dios te salve, María
Sus uñas rasgan la pared de cemento blanqueado, deja astillas y pellejos con un ruido destemplado; además del aturdimiento que le dejó el golpe, el lóbulo derecho se ha convertido en una masa aterida a su cabeza: pelos, tierra y sangre en coagulación, estrangulados en un tumor a punto de reventarse. Parte de la oreja se desprendió con el segundo machetazo, quedó en su palma como un pez muerto, arrancado con un alarido. La lámina filosa se le incrustó en el cráneo como en la corteza de un árbol; el golpe la tumbó en seco, aunque quedó trabada al otro, que tuvo que blandir el arma para zafarla.
Después del primer ataque, ella pensó que el agresor daría media vuelta y huiría de sus gritos. Pero no. El machete parecía morder su sangre, carcajearse con los destellos de luz que se filtraban por una rejilla. Cuando ya no pudo huir, se arrinconó con la espalda contra el muro. Al primer golpe, logró interponer la mano y el tajo destinado a su rostro se quedó entre el anular y el medio, desgarrando la carne hasta la muñeca; la mano dividida en gajos vomitó un chorro de sangre que ella vio incrédula, tanto que por un instante hasta olvidó el dolor.
El segundo golpe, en la cabeza, la devolvió a la habitación y a su asesino que, cuando ella pensó que iba a rematarla, se detuvo. La miró boquear entre burbujas de sangre y babas, con chillidos y súplicas, gangueó algún insulto a bocajarro y se alejó unos metros. Rengueaba. Se sentó a su frente y encendió un cigarrillo.
Recién entonces pudo verlo.
Alguien le había dicho de pequeño que sus padres lo hicieron a medias, que de seguro era el producto del coito pestilente entre una puta regordeta y un vicioso, uno de esos hombres que más parecen gusanos. Ya no recuerda la cara del muchacho que se lo dijo pero en su memoria no se borra la frase y la imagen que él mismo se hizo de su padre. Nunca lo conoció, ni a su mamá, aunque solo habría querido verlos una vez para constatar su origen bestial, para culparlos de la figura monstruosa que le legaron y escupir en sus caras tan normales, para picarlos con un punzón y mear sobre sus heridas. Habría querido cercenarlos hasta que se volvieran más amorfos que él mismo.
El destello del fósforo lo develó ante los ojos crispados de su víctima igual a una bocanada, mínima y suficiente para imaginarlo en su pavor: el ojo derecho muerto con un grumo de carne salido del párpado legañoso, una oreja sellada en un muñón y cubierta de pelos; los dientes torcidos que punzaban las encías hasta la hemorragia, las aletas nasales pegadas al cartílago con apenas un orificio por el que silbaba efluvios; el costillar de huesos montados y una mano bifurcada en pezuña; la muñeca doblada en garfio, amoratada; un hombro metido hacia la espalda, que formaba un bulto de cartílago y hueso, le hacía ladear la cabeza, como si quisiera derribarla; una pierna varicosa resbalaba hasta el pie virado con la planta hacia fuera y los dedos flácidos, sin coyunturas; la piel paspada, cubierta de un pelaje encarrujado, púbico. El esperpento que traslucía su mente aterrada se completaba con un saco de nueces renegridas, rugosas, cómplices inútiles del miembro tumefacto que apenas podía levantar torcido.
El humo del tabaco bailotea y huye de su boca chueca; aspira largamente y sopla por esos orificios nasales como branquias, gorjeando algo inentendible, parecido a un mantra. Se restriega la cara con el torso y se rasca el pelo mal recogido en un moño grasiento, ajeno a la víctima que araña las paredes en un intento trunco por escapar.
El machete gruñe a su pie, embarrado en una sangre pastosa que él recoge con esa suerte de zarpa y aspira, la percibe como un recuerdo, la palpa solazado y se chupa los dedos con deleite ritual.
Por fin se levanta, con la dificultad de sus miembros desiguales, se despereza con gestos que pendulan entre la mueca vil y la sonrisa, lanza lo que queda del cigarrillo con un escupitajo y hace un ademán de enderezar el cuello, como si su mitad funcional se resistiera a empuñar el machete y empujara desde adentro a la mitad contrahecha para sacar al monstruo que ha reventado la piel sana. Ella vuelve a gritar, a temblar convulsa y suelta hasta la última gota de sus esfínteres, retrocediendo a ninguna parte y resbalando entre sus propias salpicaduras.
Entonces se acerca con sigilo, conteniéndose al borde de la sinrazón, barranco de sí mismo, y roza la pared con la hoja aguda, la desmigaja con un sonido siseante, es una serpiente en acecho descarado que se arrastra hasta esquinar a su presa, hasta oler el miedo untado de orines que lo excita aún más, que lo obliga a erguirse gorila, soltar el machete de nuevo y arrojarse sobre ella, arrebatarle el vestido hasta volverlo jirones, mordisquear el sostén entre babas, bufar sobre el cuerpo desnudado y frotarlo con su propia sangre, exprimir las heridas, la mano deshecha, la cabeza, inflarse cada vez más, colmado hasta el éxtasis en sus sentidos medio estériles.
La busca con el hocico mientras se arrancha también los trapos que lo (mal)cubren, su lengua mortecina gotea sobre el vientre, baja y se hunde entre los muslos, los bambolea, roe los pliegues, escarba, se atraganta de vellos, ruge, ella intenta zafarse, forcejean, la abofetea, dos, tres veces, un puñetazo, un zarpazo, y sigue, brama frenético, sube hasta enjugar los pechos, mastica sus pezones queriendo arrancárselos, y la ahorca, tritura el cuello mientras se hunde en un gemido que no alcanza a salir y reverbera en la garganta. La mira exánime, revisa si en el fondo de sus pupilas aún persiste el pavor, y se encarama, se posa en sus caderas, la penetra con esa virilidad de acémila que recién despierta y se embute en ella, la embiste irreversiblemente, saborea a la distancia un beso psicótico venido desde su infierno de engendro rechazado, arremete, empuja, sangra con ella, tiembla, más, trepida, y más, convulsiona, se retuerce agónico, se encorva y termina en un espasmo como de parto, explosión desproporcionada de vidrios troceados, vómito biliar, y la estruja, aúlla, la suelta y rueda trenzado a su miembro que se desparrama con un semen de engrudo.
Ahora solo refunfuña, se queja a un costado de la mujer que boquea inmóvil, vuelta mierda, delatada apenas por sus latidos. Él se vira, como diciendo ‘no te resignes, que todavía estoy hambriento’ e intenta mover sus miembros amorfos, tumefactos; su murmullo se torna jadeo, maldice, trata de incorporarse, la maldice, la insulta con berridos mientras se para con complicidad de la pared.
Ya levantado, el haz que se entromete por la rejilla descubre su cuerpo malhecho, la talla enorme en su coraza kafkiana y el brazo en alto que blande otra vez el machete ansioso, listo para destazarla, para ayudarlo a desgarrar músculos y descoyuntar tendones, brutal, antes de beber sus fluidos frescos, a lengüetazos, a mordiscos; quiere ingerir esa carne rosada hasta hartarse, regurgitar ahí mismo y alcanzar una dentellada más, un sorbo tras otro, revolcar su caparazón dañado entre las vísceras tibias, en un orgiástico baño que solo tendrá fin cuando ya no le quede ni un hálito de calor que robar.
Encerrada en un cuerpo muerto, ella logra gritar a través de sus ojos, en los que se empoza una última lágrima. Para él, en cambio, la noche es el fondo de una fosa sorda que apenas comienza y en la que podrá retozar hasta que el hambre, las ansias y el pavor vuelvan.
La Franciscana, 2011 Inédito