Hace ya varios años publiqué una novela que me llevó más de cuatro años de sacarme el aire escribiendo y un par más de sacarme la madre con las editoriales. Lindas empresas, por cierto, tan humanistas ellas. No me voy a poner a hablar sobre las dificultades que afronta un escritor desconocido para salir del anonimato en nuestro país. Eso es ya un lugar común. Lo que también ha sido común -aunque al menos yo no sabía- es que detrás de ese mundillo editorial casi publicitario suceden cosas que uno pensaría inverosímiles, improbables o al menos infrecuentes, por decir lo menos.
Y lo voy a demostrar con tres ejemplos. Todo empezó cuando dejé un borrador de mi libro en una respetada editorial local, a la que llamaremos “el sello del animalito”; luego de encomendar a alguien la lectura del texto y recibir un informe positivo, se interesaron en publicarme, pero dijeron que no disponían de un fondo editorial, lo que, en cristiano quiere decir que debía yo poner la plata. Qué gran labor la de una editorial que se limita a hacer libros pero no a gestionarlos, más imprenta que editorial, digo yo.
Lo sorprendente fue -y hasta el día de hoy- que el director editorial, uno de esos escritores rebosantes de trayectoria, nunca leyó el texto, aunque hablaba con cierta familiaridad de la trama y los personajes, y decía que “la novela era susceptible de ganar premios internacionales”; gran editor éste, XXL. Sus comentarios eran siempre generales y no decía una palabra más de lo que constaba en el informe; si yo ahondaba en preguntas, él miraba a su escritorio, a sus manos, al celular, a la secretaria o a donde fuera, se quedaba callado o cambiaba de tema. Y como soy un tipo compasivo, y me daba pena ver a un sesentón prestigioso en apuros, nunca me atreví a preguntárselo directamente, porque entonces la farsa habría sido evidente y me habría dado pena yo mismo por la pena de él y así apenados como que da pena mismo.
En fin, la novela fue editada, publicada y presentada con otra editorial en donde, al menos, sí la leyeron; así llegamos al segundo ejemplo: Contacté con una conocida revista semanal, “la que va a la… cabeza” por decirlo así, para ver si se animaban a hacer una reseña de la novela o una nota sobre el lanzamiento. Aquí una aclaración: todas esas gestiones se las hace regalando libros, eso más, sonriendo al director energúmeno, conversando e intentando caerle bien a una editora mediocre. Triste trabajo.
La noche que presentábamos el libro y en medio del sitio abarrotado, apareció una fotógrafa de la revista en cuestión, me saludó con gracia y me dijo que venía a tomar unas fotos sobre el evento; acto seguido, preguntó como si nada: “¿Qué persona famosa está aquí para que te tomes la foto con ella?”; entre tanta bulla y una amiga que cantaba en el escenario, creí que había entendido mal, que había oído un disparate, pero ella insistió en la necesidad de tomarme una foto solo si aparecía con alguien conocido a mi lado. Y yo, tan común y silvestre como soy, no había previsto hacer las amistades correctas para ese momento; “hay mucha gente conocida… por mí, muchos son conocidos entre ellos y otros son más conocidos, pero así como famosos-famosos no sé: dos o tres escritores nacionales, de esos que llaman de medio pelo -como yo-, un ministro casi-amigo, algún cineasta desempleado y un par de músicos teloneros, yo qué sé, parece que todos hemos sido insuficientes hoy” le dije -sin tanto ingenio, claro-, nada de actrices ni presentadores de la tele, ni un político connotado, ni un futbolista trompudo. Además que ninguno se podía acercar a nosotros, entre la multitud, para tomarse una foto. Había que esperar al final. Pero la fotógrafa no quiso esperar a que terminara el lanzamiento y se fue, tomando un par de fotos que, por cierto, nunca salieron en la revista por culpa de tanto desconocido.
Y aún faltaba más; el tercer ejemplo: Mandamos libros de obsequio a los editores de cultura de varios medios gráficos de la ciudad, con la finalidad de que leyeran el libro y se animaran a hacer algún comentario en sus periódicos -más libros regalados-. Algunos lo hicieron. Pero uno en especial se excusó diciendo que ningún medio daba espacios a escritores nacionales y peor si eran “poco conocidos” (eso me ardió en el fondo de mi anonimato) y que, a pesar de que no había leído la novela, y por ello no podía referirse a su contenido, solo podía sacar una mención que, a la postre, fue apenas el título del libro y el nombre del autor, escritos con algún error tipográfico. Más allá de la actitud pedante de este “guambra con nombre de perro”, como le digo ahora muerto de iras, lo que me molestó fue que, siendo un periodista joven no valorara en algo a los también jóvenes escritores, que nos vivimos quejando de la falta de espacios; que siendo de la sección cultural de un diario, cuyo trabajo debe incluir leer de vez en cuando algún libro, admitiera con desenfado que no había leído mi novela después de tenerla casi un mes; y que, por último, no se diera cuenta que si habemos escritores desconocidos es precisamente por editores cegatones que prefieren criticar lo criticado ya mil veces y no se detienen a ver más allá de sus lentes inservibles.
Difícil ha sido esto de publicar, oficio ingrato el de escribir si se busca reconocimiento más allá del gesto bondadoso de los parientes o del elogio vacuo de algún amigo que nunca leerá el libro a pesar de que lo compre y exija dedicatoria; ahí está el asunto, en que no importe si el editor, si la revista, si el periódico… nada de esperar, nada de pretender, y que a uno le caiga como un regalo inesperado si de repente nos salpica una pizca de buen criterio, un comentario inteligente o una nota de aliento, aunque sea del aliento a tabaco de un escritor viejo, uno que sí escribe, que sale en todas las fotos y al que de seguro tampoco leen.
Diablo Kiteño
La Franciscana, 2008