El piso de metal vibra bajo sus pies, produciéndole un cosquilleo que sube por sus piernas y le hace temblar las rodillas; se imagina devorado por incontables hormigas. Frunce el ceño mientras constata que el bus se ha detenido por el tráfico. Intenta levantar los pies y cruza las piernas, apoyándose apenas en un talón. Recuerda que lo están esperando, mira su reloj y cierra los ojos. A su lado, un niño de ocho años, con uniforme de colegio café, aprovecha para hacer sus tareas. Escribe sin parar, ajeno a lo que sucede a su alrededor. Se detiene de repente. Maldice y sacude el bolígrafo, lo golpea contra el borde de su cuaderno y busca en su mochila otro. Dos filas más adelante, una mujer da de lactar a su hijo, un recién nacido de pelusas negruzcas y mejillas paspadas. El niño succiona con avidez y mira fijamente a su madre. Ella sonríe y le susurra algo. Junto a la ventana, un anciano de terno a rayas y cejas largas los mira. Parecería que la imagen del niño y su madre le ha traído recuerdos felices. Al otro extremo del bus, una niña de seis años llora con alaridos y mocos, abrazada a un mulato indiferente que observa hacia afuera, en cualquier dirección, con tal de ignorarla. Ella se jalonea el saco, patalea y se limpia las lágrimas en la camisa celeste de su padre. Un parque, un taxi, una panadería, lo que sea. El chofer revisa constantemente el retrovisor, queriendo cruzar su mirada con la de una muchacha de vestido floreado y diadema. Ella ya se ha percatado de la intención del conductor y eso la hace sentirse superior a los demás pasajeros, diferente, sobre todo a la vieja esa que la ve con desprecio tres asientos más atrás, una sesentona de pelos colorados y cerquillo que un mes antes descubrió a su marido de la mano de una veinteañera con cara de enamorada. Treinta y dos años tirados a la basura.
La avenida está bloqueada casi medio kilómetro más adelante. A una cuadra de allí, sin embargo, un policía sopla su pito y, sin mayor éxito, trata de abrir el paso desde una de las intersecciones para desviar a los autos. Nadie le hace caso; ni el mismo sabe lo que hace, su trabajo solo consiste en soplar, bufar y hacer señas terminantes.
Apenas abre los ojos, el bus se mueve y lo sacude en su asiento, obligándole a asentar los dos pies sobre el piso. La vibración aumenta hasta subir a su vientre vacío. Esta mañana no tuvo tiempo de desayunar y salió con prisa a su entrevista de trabajo, la primera en semanas. Nunca pensó que justamente hoy le tocaría en suerte un bus tan lerdo y desvencijado. Vuelve a detenerse al final de una fila larguísima de vehículos; al menos dos cuadras. Maldice. A su lado, el escolar ha logrado que su bolígrafo escriba y continúa haciendo su tarea. Es la cuarta vez en esta semana que no logra darse tiempo en las tardes, entre cuidar a su hermano menor y esperar a que su madre regrese. Parece que no va a venir; parece que al fin ha cumplido esa amenaza con la que lo atemorizaba hace meses. Ya pasaron diez días desde que se fue, sin siquiera despedirse; sin embargo, él no le guarda rencor, solo siente angustia imaginándola perdida, lastimada, triste. Cree que no va a volver, pero aún se sienta frente a la puerta para abrazarla apenas llegue; así lo encuentra su padre cada noche; lo amarca y lo lleva al catre de sobrecama a rayas que comparten. Dos filas más adelante, el infante se ha quedado dormido, arrimado al pecho de su madre. Ella también dormita, con la cabeza hacia atrás, mostrando un seno inflado que cuelga hasta la boca del niño, con una gota de leche que resbala por la comisura de su boca. El bus acelera de pronto, frena y la empuja hacia adelante, devolviéndola de su sueño. Se cubre el pecho y se abotona la blusa a tientas, con un dolor punzante en la mano izquierda. Tiene la muñeca hinchada, con marcas de los dedos de su marido, de sus empellones, él siempre tan delicado y atento, un año de sonrisas y gentilezas para terminar en esto: una borrachera de dos días, tres platos rotos, una maceta de cabeza con un geranio aplastado y todos los golpes y empujones que avanzó a propinarle antes de caer inconsciente encima de un sillón. Apenas el cielo aclaró, ella salió de la casa con su hijo en brazos y una maleta de ropa, sin saber a dónde ir. Junto a la ventana, el anciano sigue sonriendo, inmóvil, petrificado, con los ojos fijos en el pecho descubierto de esa mujer que acaba de despertar y se cubre, con vergüenza. Siente una pequeña erección entre sus piernas y trata de imaginarse lactando de ese seno enorme y del otro, mientras la mujer acaricia su pelo blanco con una sonrisa. Entonces cierra los ojos, congela la imagen en su cabeza y desliza su mano hasta la bragueta para constatar que su miembro sigue vivo. Ya no es como antes, cuando cualquier falda, cualquier blusa eran suficientes para endurecerlo aparatosamente. Los años de conquistar mujeres en la calle, de flirtear y sonreír con picardía se esfumaron con tanta rapidez como ahora su miembro flacidece sin remedio, confinándolo a distraer la mente entre un periódico que lleva siempre bajo el brazo y los amigos que lo esperan al filo de una banca. Al otro extremo del bus, el mulato se ha perdido por completo en sus recuerdos, mirando sin ver una tienda de abarrotes cerrada. La noche del asalto en el que casi lo matan se repite una y otra vez en su cabeza, los disparos, los gritos que se confundían en la oscuridad y lo dejaban indefenso, imbuido por el espanto a la muerte, a un balazo, agazapado rezando para que llegara alguien a ayudarlo, pero nadie llegó, ni otros guardias ni la policía. Ahora debía explicarle al dueño del almacén dónde estaba y qué hizo para impedir que vaciaran su tienda. De seguro todos pensarán que era cómplice de los ladrones y lo humillarán por no haber muerto; tendrá que revelar que lo congeló el miedo, tendrá que aceptar su llanto desesperado, su uniforme empapado de orines. Siente un golpe en el pecho y reacciona atemorizado, se da cuenta de que su hija relincha reclamando su atención. La abraza sin comprender bien qué ha sucedido. El chofer aprovecha que el tráfico continúa detenido para seguir viendo por el retrovisor a esa muchacha que se empeña en mirar para cualquier otro sitio, como si lo estuviera evitando a propósito. Debe llamar su atención a como dé lugar. Enciende una radio empotrada entre imágenes religiosas y escudos deportivos, luces multicolores, destellos, y un ruido estridente inunda el bus hasta la última fila. Ella decide mirarlo y sus ojos se encuentran en el espejo, uno, dos, cinco segundos, aunque tres asientos más atrás la vieja sesentona se remuerda furiosa y tosa para sacarlos de su embrujo. Abre su cartera y saca un pañuelo de encaje, lo abre y se limpia la nariz con rabia, sonando como un trombón destemplado.
Los autos han comenzado a avanzar y el chofer tarda un rato en reaccionar a los pitos y los reclamos de los pasajeros. Acelera y el bus recorre más de una cuadra sin detenerse. Adelante de la fila de autos hay dos policías que intentan dirigir el tránsito sin ponerse de acuerdo. El chofer los ve y comprende que no puede hacer nada. Es peor que un accidente.
El calor se vuelve insoportable a pesar de las ventanas abiertas; la camisa se pega a su pecho, a las axilas, la espalda, la corbata lo asfixia y el aire que respira no le sirve. Mira el reloj y se convence de que no va a llegar a su cita. Lleva veinte minutos de atraso y aunque el tránsito se despejara en ese mismo instante, necesitaría al menos veinte más para llegar. Se siente ridículo, metido en un terno prestado, dentro de un bus hirviente, listo para llegar a ningún lado, para caminar un par de horas y volver a la casa a esperar que el día termine para salir otra vez a comprar el diario, llamar por teléfono desde una tienda y constatar que no hay trabajo para gente como él. A su lado, el niño casi ha terminado su tarea y siente alivio: se hace la promesa –más bien a su madre– de que esto no le volverá a suceder. Durante los últimos días le ha hecho muchas promesas a su madre, en su mente claro, y las ha cumplido todas, a cambio de que ella vuelva. Pero no. Hasta su padre se ha resignado ya al abandono y un par de noches atrás lo sentó en sus piernas y le dijo que no podía solo, que necesitaba la ayuda de su hijo mayor. Entonces se abrazaron y lloraron hasta que el silencio los agotó en un sueño. Dos filas más adelante, el recién nacido se ha despertado y mira el mundo desde sus ojos nuevos. Está absorto, incapaz de entender lo que sus sentidos perciben, hasta que se encuentra con su madre, con su voz suave, y siente un cosquilleo de emoción que le ayuda a sonreír. La madre lo abraza, lo besa, lo acurruca con un sentimiento de felicidad que se va tornando en pena, en temor y frustración. Lleva un resentimiento profundo y la certeza de que, pasara lo que pasara, por más que su esposo le pidiera perdón de rodillas, le jurara que no volvería a suceder y, de hecho, lo cumpliera, algo irreparable había ocurrido y nada podría ser igual otra vez. Ya no hay por qué luchar, se repite, mientras el bus reinicia su marcha y avanza hacia los policías que todavía no comprenden lo que han hecho mal. Junto a la ventana, el anciano mantiene los ojos cerrados, frunciéndose; se resiste a abandonar la ilusión que su mente ha inventado, mezclada con algún recuerdo desgastado. Su cabeza se ha congelado en la imagen borrosa de una mujer que toma una ducha, con un cuerpo contundente, y lo invita a desnudarse, a él, niño todavía. El recuerdo ha olvidado que la mujer era una empleada de la casa que lo despachó a gritos apenas lo vio espiando. En su mente, él accede y deja sus ropas desperdigadas antes de entrar a la tina, en donde ella lo recibe con salpicones de agua tibia. Se acercan, pero él ha dejado de ser un niño y el que la besa con voracidad es un muchacho en plenitud, que la arrincona, la somete y se abre paso por entre la madeja de pelo de su vientre; es un hombre que va adoptando sus facciones envejecidas. Los ojos bien cerrados, hasta que un acelerón lo obliga a abrirlos y a sujetarse del filo del asiento. Al otro extremo del bus, la niña ha dejado de llorar y solo gimotea en el regazo paterno. El mulato le palmea la cabeza zamba y hace un ruido, parecido a un zumbido. Siente miedo; siente vergüenza: miedo de lo que sucederá apenas llegue al almacén robado y lo acusen de cómplice, de cobarde y lo despidan entre amenazas; vergüenza de ser tan bruto, de haber llegado pálido del espanto a desquitarse con su mujer, como si ella tuviera la culpa de su inutilidad, como si golpeándola se demostrara lo muy macho que es, aunque haya llorado y se haya escondido cuando llegaron los asaltantes; era bien macho en su casa, callando a las hijas con bofetadas y jalones de pelo, tal y como lo criaron a él. El chofer sigue distraído, con una sonrisilla enfocada en el retrovisor. Un instante atrás debió frenar de golpe porque no se fijó que la cola de autos acababa de detenerse y casi golpeó a una camioneta. No le da mayor importancia al asunto y de inmediato vuelve la vista al retrovisor. Ella aún lo mira, sonríe, calcula que el conductor, de unos cincuenta años, será casado, que podría ser su padre, que para él, ella podría ser una aventura, alguien en quien gastar la plata que siente pereza de darle a su esposa, porque le da igual que use la misma ropa de hace veinte años. Ella intuye que el chofer estaría gustoso de invitarla a comer, que le encantaría comprarle ropa, algún vestidito como el que lleva puesta, para verle los muslos, los tobillos lisos y los pies arreglados. Tres asientos más atrás, la vieja empieza a dar voces al conductor que parece no darse cuenta de que el tráfico se ha despejado otra vez; le conmina a concentrarse en su trabajo en vez de andar conquistando pasajeras y peor de esa calaña. Tiene el mismo gesto fruncido que ha mantenido invariable desde hace años en su casa, sin colegir que esa mueca severa fue la que llevó a sus hijos a buscarse mujeres y hogares antes de tiempo, para luego olvidarla como quien olvida una pesadilla de la infancia; ese rictus enfrió su cama matrimonial y le dio razones al marido para cambiar su cara agria por la de una provinciana sonriente.
El bus avanza con lentitud, paquidermo agotado por el sopor del verano. Acelera y deja tras de sí la aglomeración que persiste en las transversales, gente que discute, otros que esperan impasibles. Los policías terminan por hacerse a un lado y discuten entre sí por algún procedimiento que pasaron por alto y empeoró la situación. La ciudad es un atolladero interminable.
El hormigueo se ha instalado en su pie izquierdo, entumecido, atravesado por aguijones curvos de abejas. Intenta moverse y siente la espalda pegada al espaldar de cuero sintético; no sabe si volver a arrimarse o dejar que el aire se cuele entre la piel y la camisa. Se paraliza, levanta en vilo la pierna izquierda y sacude el pie con los ojos cerrados. La sensación tarda en ceder. Vuelve a la posición anterior y a su mente vuelve también, como una bofetada, su realidad. Por un instante habría deseado que el hormigueo persistiera, quizá para darle algún sentido a tanto sinsentido. Un soplo de viento le refresca el rostro y descubre que suda; está todavía a unas quince cuadras de su destino, aunque ese haya dejado de ser su destino hace más de media hora. A su lado, el niño revisa por la ventana y se ubica. Faltan aún dos semáforos para llegar a su escuela, guarda los cuadernos, el bolígrafo y el borrador. Se arrodilla en el asiento y mira nuevamente a la ciudad con la esperanza de reconocer a su madre entre tanta cara desconocida; le gusta pensar que la va a encontrar, que un día, a la salida de clases, ella lo estará esperando junto a los otros papás, o que saldrá a recibirlo al llegar a la casa con su hermanito en brazos. Dos filas más adelante, la mujer suelta un sollozo y se maldice por las decisiones que componen su vida y que ahora le parecen todas erradas. El matrimonio, el hijo recién nacido, el poco dinero que le heredó la familia y que sirvió para comprar los muebles de esa casa a la que ya no piensa volver. Nadie entenderá que ella lo deje todo, la estabilidad precaria que le daba el trabajo del marido y la dignidad que tenía por mujer casada, solo porque el esposo le levantó la mano. Nadie entenderá. Le dirán que eso siempre sucede, que es normal, que debería bajar de esa nube estúpida y no despreciar su suerte, malagradecida. Junto a la ventana, el anciano mantiene los ojos abiertos; la ilusión se ha ido, la vida se ha ido, sin más. Regresa a ver a la mujer que llora con el niño en brazos y la compadece; por un instante olvida el pecho puntón y la imagen de la empleada en la ducha. Tiene una hija, tiene tres nietos a los que no conoce sino por una foto, que es lo único que le han hecho llegar. Su vejez ha sido más triste que el resto de su vida junta, piensa, ha sido como contemplar su propia muerte con una agonía prolongada, más dolorosa que todas las muertes anteriores, la de sus padres, la de la esposa y el hijo mayor. Su vida se ha vuelto un regurgitar desordenado y mentiroso de recuerdos, a la espera de que su hija se acuerde de él y regrese; pero hay un mar enorme que los separa, un pasado cada vez más insípido, una vida nueva que no lo incluye. Al otro extremo del bus, el mulato se mira las manos toscas, los dorsos con cicatrices como gusanos bajo la piel, las palmas de líneas profundas; se siente atontado con los ruidos que lo circundan, con la situación que lleva viviendo desde hace varios días. Su rebeldía rebota sobre sí mismo y le vienen unas ganas de gritar, de golpearse contra las paredes, de volver atrás y enfrentar a los ladrones, dejarse matar, aunque solo fuera para limpiar esa incertidumbre que lo carcome, para borrar el desquite infame de macho herido con su familia, de pobre infeliz. Por un instante imagina la escena pero ni en su pensamiento se atreve a encarar a los asaltantes; ni siquiera en su mente puede tomar otras decisiones. La hija dormita arrimada a su costado y él la aprieta con culpa, sabiendo que, a pesar del arrepentimiento que ahora lo aflige, lo volvería a hacer mil veces, volvería a esconderse, a desquitarse, porque eso es lo único que sabe hacer. El chofer ha retomado el camino y el autobús avanza con cierta prisa, con un aire frío que explota en cada ventana y se arremolina hasta encontrar una salida. Como tantas veces antes, el chofer ha encontrado entre sus pasajeras una que responde a sus miradas y, aunque sabe de memoria que es un juego inútil, que nada pasará más que el coqueteo tonto de dos desconocidos a través de un espejo, esa sensación de conquista le hace sentir mejor, le ayuda a mantener, más allá del amor, la costumbre y la vida juntos, una relación de pareja que dejó de serlo hace tiempo. Dos sombras, recuerdos compartidos, la soledad es peor que una compañía incómoda. Levanta la vista un segundo y la muchacha de la primera fila todavía lo mira. Ella, que ahora no quita los ojos del retrovisor, decide cruzar la pierna levantando el muslo con el descaro de una actriz de segunda; enseña su piel tersa mientras el vestido se descorre hacia la cintura, y el pie, de uñas mínimas pintadas de rojo, se estira entre las tiras de cuero del zapato. Algunos pasajeros la miran de reojo, otros con descaro, en ese espectáculo patético que lleva repitiendo en todo sitio al que llega y percibe (o cree que) alguien puede admirarla. Alguna vez sus ademanes lascivos le valieron un susto, una carrera despavorida, un desalojo a empujones, pero las más veces solo le conseguían frases del morbo más vulgar, propuestas, manoteos y pellizcos. Tres asientos más atrás, la vieja tiene el rostro encendido y le falta poco para abofetear a la muchacha. Agarra con fuerza su cartera y frunce la boca como quien soporta un dolor. Odia a las mujeres así, las que consiguen todo ‘con una teta fuera de la blusa’. Las detesta por ingenuas, por creer que son ellas las que utilizan a los hombres, cuando en verdad es al revés; lo sabe bien. Hay hombres que encasillan tanto a las mujeres que una vez que las han etiquetado de putas no hay nadie que les ponga un letrerito de señoras. Aunque pasaran treinta y dos años, aunque tuvieran tres hijos.
El tráfico empieza a fluir y los sonidos de la avenida se apaciguan con el movimiento. El sol se opaca detrás de una nube y la ciudad se queda en una sombra de alivio.
Un semáforo, a media cuadra, marca la parada más cercana del autobús. Son casi cuarenta y cinco minutos de retraso a su cita. Nadie contrata de guardia de seguridad a alguien que llega tarde a su entrevista. No es un puesto que perdone una falta de esas; es, más bien, un puesto que no perdona nada, ni acobardarse ni mezquinar al propietario su vida para defender refrigeradoras y cocinas. Toma la decisión de levantarse y se apoya en el espaldar del asiento delantero. Las manos ya no le sudan, la vibración del piso metálico no le importa, solo quiere bajarse aunque no tenga a dónde ir y deba resignarse a caminar, mirar y sentir la miseria humana resumida en sí mismo. Espera un segundo antes de incorporarse. A su lado, el niño se levanta como una cimbra y avanza hasta la puerta del bus, luchando con el bamboleo de los baches y la (im)pericia del conductor. El bus se detiene, el niño baja de un salto y aterriza con el estruendo de sus suelas. Por costumbre, mira a los costados y, como tantas veces antes, no encuentra a su madre entre las señoras que van a dejar a sus hijos a la escuela. Corre hacia la puerta de entrada y se detiene de nuevo. Revisa a la gente, los desconoce, reconoce algunos rostros, compañeros, algún maestro, una voz conocida. Ella no está. Respira con fuerza y suelta el aire con resignación; acomoda su mochila en el hombro y atraviesa las rejas que cercan la escuela. A su espalda, el autobús resopla y se mueve. El niño regresa a ver y se queda con la mirada fija un par de segundos en las ventanas que corren hacia delante, con su lugar vacío. Dos filas más adelante, la mujer arropa al hijo contra su pecho y le empieza a susurrar una canción de cuna que más parece un lamento. No sabe a dónde ir; no necesita refugiarse en la casa de algún familiar en donde el marido, arrepentido y ansioso, le vaya a buscar con la certeza de convencerla; no necesita esconderse entre las murmuraciones de los parientes que se negarán siempre a entenderla. Acaba de tomar la decisión de seguir la ruta del bus hasta el final, hasta llegar a la terminal, en donde tomará un autobús hacia otra provincia, para perderse, recomenzar, sanar por completo. Junto a la ventana, el anciano lanza un gemido que se pierde con el pito de un auto y sus ojos se llenan de lágrimas, del desconsuelo enorme de una vida inexistente. Mira sus manos y constata el pellejo fino, manchado, y piensa que la vida se le está secando. Apenas le queda (comprende) seguir ahí sentado hasta llegar a la parada de siempre, bajar trastabillando ante la prisa del conductor, cruzar la calle con el paso lerdo que tanto esfuerzo le cuesta, avanzar hasta la plaza en la que otros como él esperan. Al otro extremo del bus, el mulato toma en brazos a su hija dormida y se levanta. A unos metros, el letrero multicolor del almacén de electrodomésticos anuncia el final de la espera, como una palestra a la que acudirá para su propio degüelle. La respiración serena de la niña le trae cierta calma. Nada que pueda hacer, nada que pueda cambiar su suerte. Llega a la puerta del bus y pide al conductor que se detenga. A su espalda, otro hombre espera para bajar también. El chofer detiene el armatoste en seco y todas las lucecitas empiezan a titilar en el tablero, entre santos sufridos y escudos de su equipo de fútbol; baja el volumen de la radio y mantiene la mirada hacia la calle. Ahora que sabe que la muchacha a su espalda le ha correspondido, decide no mirarla más. Le gusta pensar que es él quien pone un final, él quien abandona al menos ahí, porque en su vida ha sido incapaz de huir de la modorra marital y encontrar algo de ilusión. Se siente satisfecho. Ella ha caído en el juego y siente rabia. Cómo ese hombre puede ignorarla. Descruza la pierna y su pie cae sobre el piso metálico con el golpe de su taco; desliza hacia la rodilla el vestido y se cubre como una niña encaprichada. Tal vez, piensa, debería conseguir un ‘hombre de verdad’ y no pasar la vida en esa vitrina triste; debería quitarse las ínfulas y buscar algo de amor, alguien que quiera amor más que llevarla a la cama. A su lado, sin embargo, un joven de pelos crespos y ojos saltones la mira. Ella le da un vistazo despectivo y sonríe. Tres asientos más atrás, la vieja sigue fruncida, regurgitando su despecho, y gira la cabeza hacia la ventana para distraerse entre los transeúntes. Un momento atrás, al ver cómo la muchacha desinfló su ego ante el rechazo del chofer y se recogió como una flor que muere, sintió una pizca de compasión y se imaginó que le hablaba, que le pedía buscarse una vida más allá de la juventud que siempre se termina; pero casi al instante volvió a llenarse de indignación y se habría levantado a zarandearla de los pelos, a gritarle que se mirara en su rostro mustio, en su historia eterna de trofeo que lo único que le ha traído es que el marido termine por conseguirse otra más joven, alguien que ocupe su espacio de cortesana, mientras ella no puede más que callar.
El bus se detiene. Sube más gente, los asientos se ocupan y el aire se enrarece. Afuera, el sol se ha quitado esa nube de encima y resplandece con estridencia. La ciudad palpita, fluye y se constipa; la calle se ve despejada, aunque un par de cuadras más adelante, otro policía resopla y bufa.
La Franciscana, 2002-2010 Inédito