Eran casi las tres.
Salió sigilosamente del cuarto hacia el corredor de puertas repetidas; intentó acallar el chirrido de una de ellas y sus propios pasos sobre las duelas retorcidas. Caminó en vilo, oculta en la penumbra, hasta su habitación; volvió la mirada y entró.
Encendió una vela y se sentó sobre la cama tendida que la recibió con un reproche gélido; se estremeció y comenzó a llorar; ahogó la cara en la almohada y se contuvo al borde de abandonarlo todo. Durmió apenas dos horas y se sentó junto a la ventana a mirar el amanecer. Tras la lavacara de loza, un acial tiznado de otras madrugadas la observaba. Quiso creer, como siempre antes, que no volvería a pasar, que esa había sido la última vez. A las seis repicaron las campanas y la sacaron de su trance. Se lavó el sabor ajeno y se cubrió las huellas con su largo vestido gris.
Esa mañana rezó de rodillas con más miedo que fervor y lloró en silencio frente al altarcito de madera, trató de expiar la memoria a punta de encierros, con la mirada baja, en permanente huida de su cómplice, que la rondaba como una víbora, bufando a su puerta con ese efluvio matinal que se endulzaba al dar el toque de queda.
Pasó casi una semana en régimen de lecturas pías; castigó sobre su espalda el pecado con el flagelo sacro, reprimió la tentación con baños de páramo y guijarros en las plantas; ayunó hasta el desmayo y vio despuntar albas interminables con la angustia de la carne morigerada a la fuerza. Pero todo parecía inútil, mientras más se empeñaba en alejarse de la otra, más terminaba por encararse a sí misma: sentía que su voz la llamaba al final de ese pasillo vigilado por santos; la veía retozar abierta en su catre aunque tuviera los ojos cerrados; su vientre exudaba la astringencia del pubis ajeno por más que lo restregara con una estopa…
No debía ceder a la perversión, no podía volver a esa rutina vergonzante, a los remordimientos, a los desvelos mojados de lágrimas, de castigos y encierros, de huir del aire lleno de su demonio, que la acechaba, que la atormentaba y que, al final, la convencía.
Se vio de pronto en el corredor, caminando con pasos imperceptibles; abrió la puerta y entró. Ella la esperaba en la cama con esa sonrisa que tiritaba con la misma ansiedad. Dejó caer el vestido al pie y se acostó. Había extrañado tanto los labios que ahora la recibían, el aliento, las palabras suaves, los ojos que la inundaban más allá de la culpa y las caricias que la conocían entera, aquellos senos enormes en los que se perdían los suyos, el sexo turgente mojado entre sus muslos y su lengua, el cabello cortísimo, la espalda maltratada en vetas que curaba un beso, los brazos todavía marcados por un mordisco, el cuello ensalivado del que colgaba un rosario, y las manos entrelazadas, los hombros, las axilas, los glúteos arañados, los gemidos que nublaban los cristales y rebotaban en los muros, en las imágenes mudas de los pasillos y en los campanarios y en los comedores y en las cruces y en las hostias y en los hábitos que dormían sordos en el convento.
La Franciscana, 1996 Publicado en el libro El ático (CCE, 1999)