(Elegía)
No tengo ternura. Estoy curtido desde el fondo del pecho, no me salen lágrimas ni gemidos. Una mala tarde me mataron a sangre fría, me cercaron por la espalda y lanzaron picotazos hasta sacarme el alma del cuerpo, ese hilito de vida que ahora no tengo.
Aunque quisieron darme fin ahí mismo, inquisición (extra)judicial, no se fijaron que, mientras mostraban a su dios pagano mi corazón, ¿cordero, cabra, hombre?, eufóricos de carnicería, alcancé a arrastrarme ¿serpiente? por una hendija al entrepiso, en donde me guarecí durante horas, quizá meses hasta que mi cuerpo dejó de respirar, por fin. Se conformaron con el rastro de sangre y algún pedazo de carne destajada que no logré recoger hasta mi escondite; tal vez no me persiguieron, seguros de haberme robado la vida y dejado solo amasijo, comida para ratas y gusanos.
Me contuve las tripas, me tragué algún diente y me amarré un brazo suelto en su coyuntura antes de dejarme caer definitivamente. Fui a morir como un perro envenenado, a regurgitar aire, a temblar, a lamerme las heridas en un lamento, sabiéndome muerto desde el primer golpe.
Esa tarde sentí miedo como nunca, fui la ofrenda obligada a una deidad sorda, el sacrificio ajeno de un tumulto de morbosos, todos (in)fieles, todos (des)conocidos, amigos y conspicuos de ese mundo que siempre me expulsó y en el que dejé de ser –menos mal– antes de transmutarme en ellos por la fuerza o la costumbre, que es peor.
El pavor comenzó con el ritual y no terminó cuando me creyeron muerto; mientras enjuagaban sus fauces y limpiaban sus garras en aguas benditas, el suplicio tomaba forma: antes fue el escarnio, luego sería el verdadero exterminio, la aniquilación irremediable de la ternura que descubrí contigo, mi pequeña esperanza.
Se secó la humanidad de mis entrañas, me vacié del calor que me circulaba(s) y quedé inerme; y es que sentí tanto durante la agonía, fui un tropel de sentimientos que consumió su ser como el cristo que una tarde exudó todo el amor que tenía para el mundo; yo fui un crucificado más, sin religión que me eximiera en la memoria colectiva, fui tratado como un delincuente y nadie fue a ver si resucité al tercer día, nadie mató en mi nombre ni prendió un cirio para que le concediera un milagro. Yo no morí por todos ni por los de antes ni por los de después, ¡qué barato resulta eso!, yo morí por mí mismo, por ti, diminuta, por ese nosotros que se fue contigo esa mala tarde; tú fuiste mi humanidad redimida, tú mi evangelio, mi apocalipsis cumplido.
Dicen que me dejé asesinar, que también entré campante, soberbio a tentar a la vida, yo me puse los clavos y la corona, yo me azoté y me herí el costado. Nadie dijo que todos podíamos ser cristo o aunque fuera apóstoles, algunos seremos siempre judas, caínes como engranajes para que la trama binaria funcione; yo no tuve opción, siempre fui el otro, el que no cuenta la historia, del que se rumora y al que es mejor temer por los siglos de los siglos.
Siempre fui una cabra entre ovejas hasta que tu amor me ahogó, me encandiló como a animal en carretera y se metió en mi cabeza lo contrario, puedo ser, podría ser, empecé a inventar balidos, a ver lana entre mi pelo hirsuto y a juntarme al rebaño, a asimilarme borrego. Yo fui el desierto en el que hiciste llover, en el que plantaste verdor, olor a fruta, a follaje vivo; yo fui el desierto que, a fuerza de ternura, quiso ser jardín un día…
Pero mira hija cómo han muerto todas las plantas, se han convertido en paja, pisoteada, mira cómo el agua se esfumó y aquí no quedó más que la tierra yerma, polvo sobre polvo.
Nunca debí negarme (a mí) ni siquiera por tu amor, porque al sacarme las espinas a dentelladas para acurrucarte, al calentar mis manos y suavizarlas para ti, solo conseguí exponerme ante una judería rabiosa que me hizo el ladrón crucificado a la siniestra, al que un cuervo de corbata y traje le saca los ojos cada lunes por la mañana. Yo no tuve a nadie que me bajara de la cruz, nadie que me llorara y esperara algún legado; yo me escurrí del madero por mi cuenta, a mi riesgo, me arranqué los clavos con alaridos y me lancé al vacío del desamor eterno, a la agonía del parasiempremente ya sintigo, de esta memoria infame que todavía me eriza cualquier noche.
Yo no tuve esperanza de resurrección, yo descendí a los infiernos solo, no tuve dios-padre y nadie hizo un credo de mí, entiende bien, yo nunca abandoné el suplicio, me quedé en él y lo vivo desde este cascarón que soy ahora; por eso no hay ternura en mis ojos, por eso mis manos son tan ásperas y mi vientre no da abrigo; no busques más, pequeña extraña, no finjas no saber, no entender, no encarnes a los mojigatos, que aquí solo encontrarás arena y aún en ella la silueta de tus pies de niña como una cicatriz; y todavía podrás escuchar tu risa en alguna caracola muerta y divisar, allá en lontananza, cómo me deshago, espejismo de sol y mar, y comprenderás por qué no puedo retenerte ahora: soy un cuenco vacío. Tu barquita se va en el oleaje, hija, ¡hija!, ¿hija?, no tengo más brazos para asirte, ni siquiera recuerdos que dar, solo puedo soltarte a la deriva, a la brisa indiferente, mientras me repito, una y otra vez, una y otra vez, que ya es tarde, no tengo ternura, tampoco tengo miedo y no puedo caminar sobre las aguas.
La franciscana, 2011 Inédito