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Pecados de Origen 2017-10-19T01:22:29+00:00

Pecados de Origen

Pecados de Origen

Formato: Cuento y Poesía
Autores: Luis Monteros (cuento),
Felipe Aguilar (cuento),
Carol Murillo (poesía).
Año de publicación: 2009
Editorial: El Conejo
Número de Páginas: 124
Tiraje: 1.000 ejemplares
Contenido: 1. Caída libre
2. De las manzanas y sus usos
3. La fábula de la gallina
4. Pecados de origen
5. Santa
6. Silencio a gritos
7. Espejo borgiano

Sinopsis

Pecados de origen reúne el trabajo de tres escritores ecuatorianos: la poeta Carol Murillo (Portoviejo, 1970) y los narradores Felipe Aguilar (Cuenca, 1977) y Luis Monteros (Quito, 1978). A pesar de su juventud relativa, los tres autores logran, en este libro, enhebrar sus textos –disímiles, personales– para dar coherencia a un solo cuerpo literario, compilado con agudeza por María Fernanda Gallegos; los cuatro formaron parte de los talleres de escritura creativa dirigidos por Raúl Vallejo en la Universidad Andina Simón Bolívar en 2005, donde se conocieron y trabaron amistad.

Los cuentos de Luis Monteros Arregui incluidos en este libro muestran una escritura más madura que la de su primer libro, El ático (Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1998), no solo por la evidente diferencia de años entre su publicación, sino por un marcado cambio en la propuesta narrativa. De estructuras más complejas –aunque cortas– y temáticas existenciales abordadas de forma directa y sin ambages, a historias con una carga metafórica mayor, más precisión en el manejo del lenguaje, fluidez narrativa y humor, como trasfondo a la descripción e interpretación de la condición humana. El uso adecuado de formas literarias como la fábula, la parábola y la alegoría, además de la hipertextualidad y las referencias culturales contribuyen a conseguir tratamientos refrescantes, innovadores e irreverentes, que abren la posibilidad a diferentes niveles de lectura y distintos tipos de lectores.

La soledad auto impuesta u obligada en medio de un mundo hípercomunicado, el reconocimiento de la condición absurda del ser humano como mecanismo de supervivencia, el miedo y la envidia como caracteres divinos o la posibilidad de que un orden constituido se revierta sin explicación alguna y devele una realidad diferente a la que nos han contado son algunos de los temas que propone el autor en su obra con esa actitud lúdica y a la vez profundamente reflexiva que, al parecer, se va convirtiendo en la impronta de Luis Monteros Arregui, como imaginador y contador de historias.

Selección de cuentos

“El único pensamiento que libera al espíritu
es el que lo deja solo,
seguro de sus límites y de su fin próximo.”

El mito de Sísifo, Albert Camus

El viento me aguijonea el rostro, me obliga a cerrar los ojos con lágrimas que corren hasta las sienes. Mi cuerpo se balancea como si flotara, sin conciencia de los kilómetros que lo atraviesan. Intento cambiar de posición, me arqueo pero no tengo control sobre mis movimientos y entro en barrena; no logro restablecerme y quedo boca abajo otra vez. Los labios ceden al vértigo y se inflan; siento un brazo que se dobla hacia atrás y se disloca dolorosamente.

Apenas consigo distinguir el verde intenso de la llanura que parece tan lejana. Es un tapiz del que sobresalen manchones ocres, cafés, otros verdes, algo de gris, un poco de terracota. Figuras irreconocibles.

El brazo se ha desgonzado en perpendicular a la espalda. Intento dar vuelta, lanzo una patada y muevo la cabeza hacia el torso; de un tirón que me estremece vuelvo a quedar boca arriba. Pongo el brazo lisiado sobre el pecho; lo sujeto. El pelo hinca mi rostro, el cuello no soporta la presión, la quijada contra el tórax, las piernas se tambalean, un zapato vuela hacia arriba y después hacia abajo. Es la velocidad, pienso, me empuja como si quisiera partirme en dos. A lo lejos, y como un murmullo, una avioneta se esconde en las nubes. No hay pájaros. No hay nada, solo un vacío en el fondo del pecho, el latido presuroso, la respiración corta y acelerada. El sol brilla inalcanzable en el fondo del cielo. De repente un suspiro, mantener vacíos los pulmones, aguantar el aliento. La contemplación.

Por un momento me pierdo en la inmensidad añil, en el resplandor de su cuenca etérea. Olvido la caída, la consecuencia, el final. Soy extraño a ese hombre que se precipita hacia el valle. El azul se hace más intenso, con un halo espectral que absorbe. La vista no alcanza para entender la distancia que se acorta, no quiero pensar en nada más sino en la bóveda que me sustrae del fin. Cierro los ojos. Estoy volando, el mundo ha desaparecido solo con darle la espalda. El tiempo no existe más. Abro los ojos. El espacio se expande y se concentra en mis pupilas contraídas por el fulgor; presiento una noche agujereada, una noche que no va a llegar. Me sumo en una imagen difusa y dejo de ser.

Un siseo profundo me devuelve a la realidad: otra vez el viento; su silbido se convierte en un gemido agudo. Soy yo. La conciencia. Estoy gritando. Siento el brazo ardiendo en su articulación; tiemblo y vuelvo a girar en remolinos, caigo en picada, el viento golpea, la desesperación bombea, trago aire, la boca se seca, los ojos se cierran como si presintieran la explosión de la carne contra la llanura. No quiero morir con el rostro contra el piso. El verde se va descomponiendo; los árboles toman formas definidas, las rocas y sus salientes, el aire cambia su sabor, se inunda, se calienta, el temblor aumenta, la palpitación retumba, el vacío, la cercanía irreversible…

Pataleo, giro como una marioneta, cambio de posición, otra vez boca arriba, el cielo despejado, el miedo desaparece, voy a morir, pienso, y en un segundo que se hace eterno esbozo una sonrisa mientras espero el golpe; ya no importa cuándo llegue, yo sigo mirando al cielo.

La Franciscana, 2005
Publicado en el libro Pecados de origen (El Conejo, 2009)

… porque a veces la palabra
sólo contiene sus siete letras…

Cuando Dios, según la leyenda, puso en el Paraíso ese árbol central del que tanto se ha hablado y vio que le crecían manzanas, tomó una y la revisó con meticulosidad antes de decidir si era algo bueno y alegrarse; la palpó con sus enormes manos, la percibió con su nariz aguda, la vio desde todos los ángulos posibles durante eternos minutos, pestañeando profusamente, sin lograr comprender lo que había creado. Después de un momento más de contemplación inútil, la apretó entre sus dedos, con toda la fuerza de Dios, y la fracturó en pequeños pedazos que saltaron por todas partes. De la manzana quedaron apenas en sus manos un par de semillas, como lágrimas petrificadas.

Con un hálito de rabia, a partir de esa misma tarde se dedicó a crear otros objetos y seres de las más variadas apariencias y características que, exhausto de moldear, no quiso siquiera mirar, quizá temeroso de tampoco encontrarles nombre y uso. Así que cuando los entes que hizo a su imagen y semejanza asomaron la cara y el cuerpo desnudos –recién bañados, luego de su luna de miel– les encargó la misión de nominar y estudiar todo lo que Él había puesto en el mundo. Entonces, el hombre y la mujer se dedicaron a bautizar a los animales: se zambulleron en las aguas, corrieron por praderas y rodaron por quebradas, subieron a arbustos y levantaron rocas en busca de los más extraños especímenes. Luego de días y noches de penosas pesquisas e interminables listas de nombres, Adán y Eva al fin descansaron. Y aunque Dios se complació con el trabajo que hicieron con todas las creaturas, no pudo ocultar su fastidio por el uso que le dieron a la manzana, que había sido, a fin de cuentas, la razón primera para haberse desatado moldeando e imaginando; en su infinita sabiduría supo que ellos tampoco habían podido descifrarla, a pesar de todo. Y como esa mañana no estaba para tolerar decepciones, medio remordido y renegado, los obligó a abandonar su Paraíso.

Sin embargo del celestial berrinche, la duda no se alejó de su perfecta cabeza a pesar de que el mundo se poblaba con razas y culturas disímiles, como grotescas distorsiones de su magnífica esencia. Esta diversidad, pensó ojeroso por el insomnio de la incertidumbre, de seguro ayudaría a descubrir de una vez qué mismo era eso que había creado.

Y así fue. Y Dios se consagró a tiempo completo a escudriñar a los hombres y mujeres que, en distintos lugares de la Tierra, se atrevían a lucubrar sobre las manzanas. Unos las utilizaron para lanzárselas a la cabeza, otros las vendieron o intercambiaron, y algunos más hicieron malabarismos con ellas, rebotándolas contra los muslos y los pies, como si fueran pelotas. Arrancaron sus cortezas o molieron su pulpa para elaborar ungüentos, jugos y menjurjes, extrajeron sus semillas para comercializarlas, reprodujeron sus colores en camisetas y pinturas para pared, usaron su forma como emblema, se adueñaron de sus características, las patentaron y las tomaron como pretexto para discordar y hacerse daño.

En otros sitios, los seres humanos prefirieron contemplarlas y buscar más allá de su textura y aroma algo que las definiera y diferenciara, aquel elemento fundamental que hace manzana a una manzana, que la liga con las demás de su clase y, a la vez, la distingue de las peras y los limones. Las partieron, licuaron y cocinaron, las dejaron podrir en los árboles o carcomer por los gusanos. Las abandonaron cuando descubrieron que las naranjas eran más jugosas, pero nunca las olvidaron, al igual que su Creador, echado en su diván enhebrado en oro, con la mejilla apoyada sobre la palma de la mano, observando cómo los adanes y evas del mundo que yacía a sus pies les encontraban los más diversos usos, desde los más absurdos hasta los más profundos: les atribuyeron propiedades místicas, características filosóficas, epistemológicas y ontológicas, les dedicaron cantos, pinturas y poemas, les dieron más explicaciones de las que en verdad tenían; las volvieron objetos de culto, símbolos de placer y de prohibición, las dejaron caer para comprobar hipótesis, compararon su redondez con la del mundo, con la de una cabeza, unos senos o unos glúteos, las culparon del infortunio humano, de esa incertidumbre insaciable que el mismo Dios sopló sobre sus narices para que buscaran cualquier explicación lógica o romántica a su más controversial obra.

Y al ver tantos y tan variados significados, cientos y miles de conceptos, preceptos e ideologías desarrollados alrededor de las manzanas, Dios se regocijó infinitamente, se maravilló ante una creación tan asombrosa que Él, en su magnificencia inconmensurable, no había podido entender.

Pero su felicidad no duró para siempre, como habría querido, y se terminó cuando quiso contar a alguien la proverbial anécdota y se encontró solo, sin nadie con quien compartir su alegría; se había alejado tanto de todas sus creaturas, empeñado en mirarlas durante siglos en sus intentos por descifrar esa bendita manzana, que ya ni siquiera era de Él sino por completo de los hombres –y de algunos cerdos, pero ése es otro cuento– que lamentó haberla inventado y propiciado tanta palabrería sobre ella, el pretexto ideal para que los seres humanos imaginaran indefinidamente y terminaran por olvidarse de su dios. Entonces se tuvo infinita compasión y recordó a los primeros Adán y Eva, expulsados del Paraíso al comienzo de los tiempos, que simplemente pensaron que era una manzana colgando de un árbol, la arrancaron y se la comieron con deliciosa voracidad.

La Franciscana, 2004
Publicado en el libro Pecados de origen (El Conejo, 2009)

Me levanto a las seis de la mañana cuando el cielo aún tiene un gris profundo. Me incorporo en la cama, que me abraza con cobijas pesadas y cierro los ojos, apoyado en la cabecera de metal que cruje perezosa. Una corriente de aire frío deambula por la vieja casa de cuartos alquilados, por las celosías y bajo las puertas. Al otro lado de la pared, una radio gime canciones tristes haciéndole coro a un hombre que desafina. Oigo que se baña largamente. Todos los días, todas las semanas, todos los meses. Siempre a las seis de la mañana. Siento sus talones golpear el entablado del piso de un lado a otro, las puertas del armario estrellarse y la vibración grave y lenta de la pared. Estoy refundido hasta la cabeza entre las sábanas, con los ojos entreabiertos. Lo escucho con resignación porque soy incapaz de llamar a su puerta y pedirle que baje el volumen de su radio, temeroso de lo que pueda decirme o hacerme, y presumo que lo mismo deben pensar los otros vecinos porque jamás se ha escuchado un reclamo. Aunque compartimos la pared, nunca nos hemos visto y si bien al principio tenía curiosidad por conocerlo, ahora prefiero conservar junto a su voz la imagen que me he construido de él después de un año.

En esta casa nadie se detiene en los pasillos, nadie es amigo de nadie, será quizá por aquel letrerito amarillento de la entrada que ordena ¡silencio!; todos nos limitamos a espiar por las mirillas o entre las cortinas, anónimos, y solo dentro de los cuartos se escucha un carraspeo, el agua que corre por alguna tubería o un estornudo. A veces una carcajada… o un grito. Puertas que se cierran, resortes de una cama que chillan o el crujir de una taza contra un plato son las únicas evidencias de los habitantes de la casa. Quiero pensar que vivimos expectantes, sorprendidos por los arrebatos aislados de alguno que enciende la televisión a media noche o hace rebotar una olla sobre las baldosas. Siempre ha sido así y al parecer nadie quiere cambiarlo. Es probable que jamás se hayan preguntado quién duerme en la pieza junto a ellos, que ignoren mi existencia como yo la suya, a la espera de que el menor ruido sirva de constatación de vida, de consuelo.

Pero mi vecino es diferente, parece no importarle en lo absoluto la regla inflexible que rige en la casa y me despierta en las mañanas con esa estridencia que mantiene, durante media hora, hasta que se va y entonces, solo entonces, la casa se sume en su mutismo cotidiano.

Reniego de mi suerte y me dejo caer sobre la almohada, ahogando un grito que termina por convertirse en bostezo. Lo detesto tanto que quisiera verlo morir con un golpe definitivo. Escucho su voz agria, ya sin música, e imagino sus ademanes torpes en la ducha, sus movimientos de marioneta, con ese miedo pertinaz a resbalar. Debe tener unos cuarenta años, de pelos lacios asentados a la fuerza, ahora cayendo con chorros de agua sobre su rostro, deslizándose por sus hombros pecosos y sus caderas de nalgas flácidas hasta el sifón burbujeante de espuma. La nariz puntiaguda, la boca carnosa y café, los ojos verdes, inundados de cejas largas, las mejillas salpicadas de barbas canas. A los pocos minutos, el estrépito del agua se detiene. Por fin. Recorre la cortina plástica tiritando y alcanza una toalla floreada que lleva años secando su cuerpo. Se afeita con movimientos repetitivos, unta colonia en sus mejillas y se rasca, gesticulando por el escozor; mientras se peina, piensa que necesita un corte de pelo. Se viste, todavía húmedo, con el terno verde oliva de todos los días, decorado con insignias y botones dorados. Cierra la puerta del baño y enciende una hornilla de la cocina, silbando todavía la misma canción. Suelta un huevo sobre la sartén humeante y corta una rebanada de pan. Desayuna a grandes bocados a la vez que camina alrededor de la mesa, asentando sus tacones marciales en la baldosa amarilla. Se enjuaga la boca, escupe, se suena la nariz, tose dos veces. Los pasos se alejan hasta perderse en una puerta que se cierra con un golpe ronco.

Yo espero en mi habitación, callado. El silencio envuelve el ambiente a las seis y treinta de la mañana. Aún es temprano. No tengo intención de seguir durmiendo, no podría hacerlo. Pienso que soy un testigo anónimo de la rutina de alguien que desconozco y que, con su bulla, me obliga a recordar que existe, como si enviara mensajes cifrados, señales de auxilio para que alguien, en algún lugar de esta lúgubre casa de piezas arrendadas, sepa que si una mañana la música no llegara a sonar, sin duda algo le ha sucedido y lo lamente o hasta lo extrañe…

Entonces enciendo la radio, alzo el volumen y me pongo a cantar con todas mis fuerzas, a la espera de que alguien, en la otra pared de mi habitación, se despierte maldiciendo, imaginando.

La Franciscana, 2004
Publicado en el libro Pecados de origen (2009)

Opinión de terceros

Tener la literatura bajo la piel es un fenómeno común a cierta edad, digamos en promedio, a los quince. Cuando ese tiempo se duplica –como mínimo, diremos por pudor– y el impulso de la palabra permanece, hasta el punto de querer compartir lo que se ha escrito con unos perfectos desconocidos, se genera un espacio como en el que nosotros nos conocimos: entre luces fluorescentes y canelazos con piquete.

Las relaciones que uno forja en un taller literario son duras y por ello pocas veces duraderas. Conocer al otro por su lado reversible, el que lleva privadamente por dentro. Atreverse a la exposición con algo de vergüenza. Construir en minga el pulimento de crítica y aportes que requiere un texto. Revestir sensibilidades y talentos de valentía y objetividad es una tares que empieza por plasmar en tinta compilaciones como ésta.

Recalco, comienza y no termina, porque las cadenas de recados entre compañeros de departamento, las versiones libres de parábolas clásicas y la develación de lo arbitrario como esencia común, nacen y mueres cíclicamente de formas aderezadas que solo los narradores y poetas pueden discernir, retener sobre papel y finalmente publicar.

Escoger para su degustación el menú de hoy ha sido placentero y tortuoso por etapas, como todo proceso creativo, y satisface a los tres autores y a mí en calidad de compiladora; ofrecer un banquete del que dejaré de hablar por un momento para que se den un gusto. Seguro tendremos una buena sobremesa al final.

¡Buen provecho!

María Fernanda Gallegos, compiladora. Ciudad de El Cabo, 2009

EN EL CUARTO DE AL LADO
(Sobre un cuento de Luis Monteros Arregui)

Cinco de la mañana con cincuenta minutos. Cada día es igual. Pronto aclarará, podré ver las nubes grises sosteniéndose detrás de la ventana. Cierro los ojos para dormir un poco más, pero el tiempo no anda con rodeos. Mi radio-reloj canta una de esas melancólicas baladas para desamorados. A las seis, presiento que mi vecino de la habitación contigua estará despertando. Nunca lo he visto, pero me gusta imaginar lo que hace tras la angosta pared que nos separa. A veces creo en que es uno de esos escritores que se pasan la vida indagando sobre los demás, para tener algo que contar. Quizá un día publique sobre mí, como tratando de mostrar que estamos vivos.

Su cuento, pienso, inicia en su cama, con una modorra intensa, la que se siente al despertar. Y eso le permite crear una atmósfera pesada, de confusión, para despistar al lector. Entonces, algo que avive los sucesos, el primer punto de giro: canto en voz alta para hacerle compañía a la radio en la alcoba contigua. Así da cuentas de la presencia de alguien más, arma suficiente para causar curiosidad y captar atención. Sin embargo, no quiere perder el sentido de cotidianidad, de seguro me pondrá en alguna otra situación habitual, como si estuviera acostumbrado a que ocurra. «Oigo que se baña largamente», escribe. Presenta a los personajes, él y yo, con extrema precisión. Él, por lo que piensa. Yo, por lo que hago. Y a eso, como en una operación quirúrgica, me añade otra característica: soy un tipo consuetudinario. Ritualiza mis acciones, son de todos los días, de todos los meses. Incluso mis pasos suenan como movimientos marciales que invaden su paz. Estoy más cerca de él, lo incomodo, a tal punto que él mismo se deja descubrir un poco: es un cobarde. Pero esa cobardía es la que da forma a la historia, pues la construye a través de suposiciones, de ideas que jamás son seguras, y eso es lo que mi vecino escritor precisamente desea: aumentar la confusión y la incertidumbre de la trama.

Aún así, no se siente satisfecho. Debe crear un escenario, un ambiente que aumente la sensación de no saber qué pasa. Nos aísla aún más. Somos seres encerrados detrás de puertas que nunca abrimos a la vez. Y somos, además, muchos otros. Incluso la voz narrativa por un momento cambia, se ajusta a la colectividad. El yo-narrador habla por un nosotros-personajes, como si se excusara un poco por la ignorancia de todos sobre todos, y lo justifica con ese «¡Silencio!» que escribe sobre un cartel amarillento. Consigue, de este modo, dibujar en la mente de todos, el espacio: oscuro, laberíntico, como una vieja casa de Quito donde el crujido de las tablas y el olor a humedad de las alfombras marcan la rutina gobernada por el sigilo. No sucede lo mismo con el tiempo. Con agudeza, mi vecino logrará en sus páginas romper la relación indisoluble del tiempo-espacio: reduce a breves líneas la larga historia de mutismo descrita. Y en un trabajo casi puntillista, aumenta el abismo de lo paradójico: «Es probable que jamás se hayan preguntado quién duerme en la pieza junto a ellos, que ignoren mi existencia como yo la suya…». Pero no la ignora, en realidad sabe de ella, ha aprendido a reconocerla en los sonidos que emitimos sus vecinos en cada habitación. Lo usa, más bien, para abrir una brecha, quien lea el texto se sentirá incomunicado. Como él, sabrá de los otros, pero jamás los descubrirá.

No obstante, el aletargamiento del silencio descrito se rompe cada día, y yo soy el causante. Yo, con mi estridencia, logro que el literato se interese por algo. Al punto que la trama recobra el ritmo inicial: ambos, en una especie de danza donde mis movimientos generan su escritura.

Dirá que me odia, que soy el culpable de su mala suerte. Y presa de lo desconocido, empezará a inventar. Primero, mi muerte. Pero, contrario a lo que lo esperado, no quiere oírme morir, sino verme morir, con un golpe ronco y definitivo. En una suerte de juego sinestésico, me va dando forma por lo que escucha. De seguro mis ademanes son torpes, tengo miedo a resbalar en la ducha. Pero eso es lo que él desea, oírme resbalar, imaginar mi cuerpo desmoronándose en cámara lenta, por eso lo escribe, de tal forma que el lector empieza a desearlo también un poco. Mi descripción física es escueta pero precisa. Cada detalle me convierte en un hombre patético, producto de la ira y la imaginación de mi vecino. Ya no importa lo que hago, sino como luzco. Soy víctima de la modorra, el silencio y la curiosidad no saciada del sujeto que vive junto a mí, quien no conoce mi rostro como yo no conozco el suyo, pero sabe que nos une el sentido de pertenencia creado por la complicidad del sonido.

Casi cinematográficamente, describe mis pasos, me envuelve con una toalla floreada, me atavía con un traje verde oliva. Todo da cuenta del tema inicial: lo cotidiano. Porque, pese a la velocidad de acciones que va entregando (inventando), no pierde su esencia: describirme aletargadamente en la rutina. Lo demás lo imagina para completar la idea escueta que se ha hecho sobre mí, para justificar la media hora que le dedica diariamente a mi vida. Hasta que me marcho.

Con maestría, establecerá un tiempo diegético preciso: la trama es igual a la fábula, y eso hace que todo lo relatado se sienta más cercano. Seguramente la voz narrativa contribuirá a lo mismo, a través del manejo poético del tiempo: todo se narrará en presente, como si escribiera algo apenas lo escucha. Pero hay algo que permite que esto ocurra: mi vecino crea una suerte de micromundos, donde las acciones son paralelas y desconocidas. Mis movimientos sonoros dan la pauta para la creación de situaciones. Escribirá un relato de suposiciones, de invenciones compuestas a través de la ficción central de la historia. No habla sobre mí en realidad, sino sobre él como fabulador, sobre su mente en una vertiginosa creación de imágenes.

El cuento representará una metáfora de la homogeneización humana y su ruptura. El quiebre de la espiral del silencio surge con mi aparición abrupta. La necesidad de demostrar que estamos vivos se apodera del autor, cuando se percata de mi existencia. Esta emoción se embarga de él, quiere demostrar que también está vivo, y para ello decide cerrar el texto creando una situación en cadena, casi cíclica. Escribirá: «Entonces enciendo la radio, alzo el volumen y me pongo a cantar con todas mis fuerzas, esperando que alguien, en la otra pared de mi habitación, se despierte maldiciendo, imaginando». Yo, mientras tanto, avanzo hacia la puerta de la calle. En algún cuarto escucho a alguien renegar de su suerte.

Sharvelt Kattán Hervas, poeta. Quito, 2012

ROMPER LA PIÑATA

Leer a Luis Monteros Arregui siempre será un riesgo. Tiene la manía de encontrar ese punto frágil del alma del lector y, además, puede hurgar en el espíritu ajeno y anónimo de quien lo lee. Como lector he sentido que se mete en terrenos que suelo evitar.

Este es uno de los méritos del escritor Monteros, quien dejó ya de ser escribiente o escribano y se ha hecho un autor.

El gran defecto, el que personalmente odio, es que su producción sea tan eventual. Es, al mismo tiempo, un odio a mí mismo, porque tenemos ese mismo defecto: nos gastamos demasiada vida en el mundo real cuando deberíamos ser residentes permanentes y ciudadanos responsables de mundos inexistentes.

En fin… Esta habilidad quirúrgica de meterse en los conflictos del autor a través de las contradicciones de los personajes es el mayor mérito de Luis. Los habitantes de su mundo ficticio pueden hacerse amar y odiar, provocan compasión, solidaridad o tedio. Lo que les sucede es mirado desde una óptica oblonga, prefiere ir por el desarrollo de los conflictos particulares antes que describir un horizonte amplio y, por tanto, disperso.

He leído mucho de lo que escribe, él ha leído mucho de lo que escribo. No persigo el riesgo de ser caritativo con la creación del ‘pana’, pero hasta ahora hemos corrido más rápido y no nos hemos dejado alcanzar.

Por eso, me atrevo a insistir en que existe una desigualdad entre la descripción de los conflictos y la descripción de los tablados, siento que me falta, en suma, saber dónde se cometió el asesinato, las respuestas a las típicas preguntas que los periodistas se hacen antes de contar lo que pasó. Los lectores merecemos, creo, tener esa sustancia corporal, el espacio en el que pisan los zapatos de esos seres que apilan nuestros conflictos.

Punto aparte.

A pesar de cualquier defecto o manía que se le pueda atribuir, Luis es buen tipo, como dicen en la tienda de la esquina de mi casa, es de confiar. Es interesante estar con él, oír los monólogos en los que se puede convertir una conversación normal, estar al filo de la expectativa de sus acreencias y terminar con una carcajada densa al llegar al destino de los vericuetos.

Fin del punto aparte.

No soy de los que hace citas y no he aprendido todavía a crear pies de páginas. Tampoco me valen, porque cada vez que pienso en la obra de Luis se estremecen mis sentidos, no mi intelecto; solo atinaría a hacer un hipervínculo entre los textos y lo que me generó. Dolor, pasión, virtud. Seres humanos interpretando el papel de seres humanos, que es el teatro menos visto y más revolucionario.

¡A escribir!, Luis, a reventar al mundo. No nos tengas sedientos tanto tiempo.

Punto final.

Álvaro Samaniego Ponce, escritor. Quito, julio de 2011