//‘Espejo borgiano’

‘Espejo borgiano’

Llevo más de quince minutos caminando bajo la lluvia en busca de un sitio para tomar un café y sepultar un día de trabajo gris. A esa hora, Quito es una mujer dolida, una magdalena.

Encuentro un letrero que me invita y entro sin más, a pesar del brazo hidráulico de la puerta que se opone. Lanzo una maldición que nadie escucha y avanzo hasta la única mesa disponible. No hay camareros a la vista, solo rostros anónimos que se ocupan de sus asuntos: junto a mí, una pareja desengañada se acaricia; más allá, un grupo de funcionarios arribistas comparten su veneno; a un lado, dos mujeres, una pelirroja de bucles y quijada prominente, y otra rubia y obesa, buscan algo en sus bolsos sin fondo. Entonces el recorrido se detiene de golpe en una mirada directa que me resulta insoportablemente familiar; es un hombre de mi edad, de pelos largos que no llegan a formar una melena, son mechones, puntas informes. Baja la vista como quien siente vergüenza y sonríe complaciente a su interlocutor, un hombre mayor, de bigotes hirsutos.

Un mesero me sonríe con desgano y extiende el menú sobre la mesa. Le digo que regrese después, lo esquivo y vuelvo mi horizonte a ese hombre dos mesas más adelante. No lo conozco, sin embargo lo siento familiar; quizá su mirada, sus rasgos, sus gestos, alguna similitud con otra persona.

Dejo de observarlo por no parecer obsesivo y me encuentro con un espejo que repite la escena del café: yo en primer plano, la pareja, los oficinistas, las mujeres, y cuando llego al fondo de la lámina, ya no está aquel hombre; por un instante intuyo mi semblante en vez del suyo, con otras ropas, otras maneras, pero el mismo rostro; soy yo, la curva de mis ojos, las cejas, la forma de mi nariz, el lunar en el pómulo, la barbilla con su hoyuelo, la boca carnosa, las orejas ligeramente inclinadas. ¿Soy yo?, los pelos no corresponden, sus collares, un arete que brilla, camiseta rosa que deja ver sus brazos, mis propios brazos. Lanza una carcajada mía, idéntica, aunque en ese momento mi rostro tenga un rictus de espanto, ambos en el espejo…

El camarero reaparece y grazna alguna sandez mientras decido levantarme para acercarme al otro, encararlo, desafiar su vida con la mía. Pero cuando intento incorporarme, el acompañante le estampa un beso baboso en los labios, mis labios, y él abre nuestra boca mientras alcanzo a percibir su lengua que se extiende como una víbora hasta perderse más allá de los bigotes canos.

Caigo sobre el asiento y esquivo la vista, mas el espejo me los trae de nuevo. Se besan, se devoran, y no entiendo cómo puedo hacer eso, a pesar de que no sea yo.

El mesero insiste, pregunta si me siento bien y le grito que se largue. Un silencio contundente se posa en el salón. Todos me miran y él, ya fuera de su amante, me mira de frente otra vez; parece entender, sí, entiende, entiendo, y me levanto, nos miramos, nos reconocemos incomprensiblemente; ¿qué pasaría si habláramos, si descubriéramos que somos otros o que somos el mismo?, ¿y si se acercara y me abrazara, con mi propio olor, con mis manos, y buscara mi boca suya, su cuerpo mío?, tal vez entonces volveríamos a ser uno…

Apenas abro la puerta del café, el brazo hidráulico me empuja hacia fuera. En la calle, decenas de extraños observan a un hombre como yo que corre desesperado. Nadie se percata que detrás del ventanal del salón, otro como yo se queda sentado, absorto, mirando.

San José de Costa Rica, 2008
Publicado en el libro Pecados de origen (El Conejo, 2009)
2018-08-15T16:55:22+00:00