Una jaula de locos
Había vivido tanto tiempo en la matrix que me acostumbré, me volví un zombie de terno y corbata. Yo, que siempre me jacté de ser un mamarracho, me vi durante años en el espejo cada mañana y me pareció normal lo que veía. Estaba ciego, o por lo menos tuerto. Tuerto y bobo. No entiendo cómo me afeité tantas veces sin degollarme. No entiendo cómo nadie se percató del muerto viviente que salía de casa, caminaba por las calles, asistía a reuniones y volvía 12 horas después. Hasta debí oler mal, a rancio, a cuello de viejito con Old Spice. Algo así.
No encuentro otra explicación: estaba enchufado, convencido de la realidad que cabía en mi ventana de persianas horizontales y climatizador. Ya ni en las fotos familiares me reconocía, no las veía siquiera. Pero no llegué a ese estado de autómata de la noche a la mañana y tampoco es que pasé así estos últimos ocho años. Tampoco tanto.
Ocho años atrás comencé a trabajar en temas de educomunicación con comunidades de base, sectores vulnerables, niñez y adolescencia. Desde una ONG hasta el sector público hubo solo un paso, que amplió mi campo de trabajo y me permitió ser parte de iniciativas ciudadanas de gran alcance, que proponían cambios sociales desde la escuela. Cinco años de gestionar y ejecutar, me dejaron un saldo positivo.
Pero no hay plazo que no se cumpla y, sin darme mucho cuenta, el escritorio y sus asuntos coparon todo mi tiempo. Cambié de actividad y me enfoqué en temas de comunicación política, estrategias, campañas, eventos. Tan abocado estuve a hacerlo que no me percaté del armario copado de trajes y camisas que iban arrinconando a los jeans y las camisetas.
Leí en alguna parte el ejemplo de una rana metida en una olla de agua que se calienta poco a poco; la rana se cocina sin saberlo. Así mismo, pero con corbata.
Los días eran todos iguales, las reuniones se repetían, las noches me encontraban en la misma oficina de gerente, trabajando en algo que cada vez me interesaba menos. Es que hay que creer en lo que se hace, y eso es precisamente lo que me faltaba.
El despertar de este muerto viviente
Hay remezones que despiertan hasta a los muertos. Hay señales que, cuando se presentan, hay que hacerles caso, dejarse llevar por la intuición y poner todo el equipaje en una balanza. Una tarde constaté que mi tiempo se había terminado y me vi abocado a saltar al vacío. Me despojé del acartonamiento que, como almidón, me entorpecía al caminar. Me desnudé de miedos y quemé las naves bailoteando alrededor del fuego, como hippie en noche playera.
La alegría que embriaga a quien se libera, la ilusión de volver a empezar y la idealización de la vida sin horarios cedieron poco a poco ante la náusea existencial del ¿y ahora qué?, cuya falta de respuesta va mermando con gotero los ahorros, desdibuja la sonrisa ilusa y la reemplaza con ese gesto mustio del desempleado al que se le han terminado las opciones.
Claro que tenía ofertas pero eran todas similares, todas escondían el mismo fantasma del que yo acababa de huir. Y más de lo mismo, ¿para qué? Las alternativas que más me interesaban eran las que siempre habían estado ahí, a veces como una fortaleza y otras como una debilidad, por decirlo en jerga. Me refiero a la escritura. Sí, soy escritor, y no porque haya o no publicado, es más bien una condición que podría entenderse como un lugar desde donde se mira el mundo, desde donde se lo entiende, desbroza y deconstruye.
Esa posibilidad siempre presente, aunque tantas veces inútil como tabla de supervivencia en nuestros países, se hizo realidad de pronto con una llamada telefónica, una reunión de veinte minutos y una propuesta irresistible: Pedaleando al Sur.
Conozco a los socios de Satré desde los años de la universidad. Buscaban realizar un programa de televisión con formato híbrido, entre reality y documental, sobre un tipo que va por Sudamérica en bicicleta y cuenta, a manera de crónicas de viaje, sus experiencias, sus descubrimientos, sus reflexiones.
Y, en consecuencia, necesitaban un tipo que, sin ser un galán, pudiera ciclear, entrevistar y escribir sobre lo que le suceda en cada viaje. Y yo que no soy un galán, que de pedalear dicen que uno nunca se olvida, que tengo más curiosidad que el gato del refrán y que escribo hasta por desconsuelo, estaba ahí, con sonrisa de idiota ante la propuesta más interesante que me han hecho desde que mi esposa me propuso matrimonio.
Fue como una cimbra que me despertó del trance. La catalepsia desapareció antes de que me enterraran vivo (rígido y fruncido) y, antes de que los Satré lo pensaran mejor y se arrepintieran, acepté encantadísimo. Irresponsabilísimo también, por qué no decirlo, si no me había subido a una bicicleta desde la adolescencia. Si no había hecho más actividad física en los últimos años que teclear, apretar manos, firmar y asentir. Bueno, también pensar, pero eso no viene al caso por ahora.
Nuevamente la arcada y su pregunta cansona: ¿y ahora?
Voy pedaleando, voy pedaleando y no lo puedo parar…
Hay algo que debo confesar: antes de vivir en la matrix guionicé documentales, dirigí algunos, produje varias decenas de comerciales y participé en varios proyectos cinematográficos y televisivos. También edité y escribí para revistas y libros, impartí clases de Literatura y escritura creativa, y alguna vez conduje un programa chimbo de radio.
Pero de ahí a pararse frente a la cámara, entrevistar personas que son referentes sociales y corretear en bicicleta de arriba para abajo, hay bastante distancia.
No sé si por las condiciones del momento o de forma premeditada, no hubo mayor preparación y menos ensayo. Boleto en mano, maleta y equipo de filmación en la fila de chequeo de la aerolínea, rumbo al primer destino. Pedaleando al Sur había comenzado.
Cuando se trabaja en producción audiovisual siempre hay maletas que cargar, siempre hay largas jornadas de filmación, repeticiones, momentos de tensión y alguna puteada para mantenerse alertas. Son gajes del oficio, como las comidas a deshoras, los madrugones y las trasnochadas, o la fraternidad con el equipo técnico, la complicidad y la alegría de trabajar con gente tan profesional y tan enamorada de lo que hace.
Los nervios de defraudar la confianza de los amigos y de hacer una novatada perdieron peso con la primera pedaleada. Una vez vencido el dolor muscular y el pánico escénico, la ruta se abrió a mi paso como si me zambullera en medio de un arrecife. Fue una sensación similar a la primera –y única– vez que hice snorkeling: de un instante a otro pasas del ruido ensordecedor de las olas golpeando las rocas a una inquietante sensación de calma, silencio y paz que penden de un hilo o, más bien, penden de que no se meta agua en el tubito aquel por el que respiras. Cuando eso sucede, la calma desaparece y te empiezas a ahogar.
Voy lo más rápido que logran girar las ruedas de la bici por una carretera intacta cuyo trazado serpentea descendente. La humedad ha cedido al viento que intenta detenerme pero lo atravieso raudo; los pedales quietos, dos dedos sobre cada freno, esquivando montículos y piedrecitas a los que se refería un letrero que pasé sin leer: “zona de derrumbes”, con dibujito y todo, pero ya es tarde para detenerse, estoy bajando como una bala, y aunque llevo casco, guantes y todas las bendiciones que caben en mis bolsillos, un accidente me haría volar sin mayor esperanza de salir sonriendo.
“Si me asusto me caigo”, repito como un mantra que suelo usar en casos extremos. Mantener la calma, los sentidos alertas, la mente en la carretera para no cometer errores. “Si me asusto me caigo”, y la llovizna empieza a caer, levantando un olor ocre en los potreros. Es una sensación de equilibrio en una cuerda floja, siempre a punto del desastre, pero cuando te enfocas, todo fluye, la sangre, el oxígeno, los radios de las ruedas son invisibles, las gotas se estrellan en los cristales de las gafas, salpican, refrescan, resbalan…
No hay tiempo para preocuparse de nada más sino de mantenerse sobre el asfalto, rodar como si volara, como si despegara del piso y flotara entre nubes, alto, más alto, libre, en paz. Así también se siente la felicidad.
Tarareo la canción de Pedaleando al Sur, una cumbia maravillosa que acompaña el descenso por la carretera. Sé que a mis espaldas va el auto de producción filmando, expectante. Lo sé, o más bien lo recuerdo, porque me hablan por la radio que llevo colgada de un bolsillo, rompiendo la fascinación de un tajo. Me dicen que me orille, que llueve mucho, que el pavimento está sucio y no son buenas condiciones para ir, y menos a esa velocidad. Me siento como un niño al que acaban de regañar, “se acabó el paseo”, parecería decir esa voz.
Pero no hay problema, es solo una pausa, un corto descanso antes de seguir Pedaleando al Sur.
Diablo Kiteño
Rutas del Ecuador, 2015