//‘Malasangre’

‘Malasangre’

(Crónica de una muerte anunciada)

Él se miraba al espejo y trataba de encontrar en sus pupilas curvas, ornadas de rayones ámbar, los motivos del lobo, las razones de Caín que, aunque había hecho suyas desde el alumbramiento, no le entraban aún en la sesera. La mezcla de plumas y talentos, que incluían personajes de disímil ralea y remataban con el mismo dios cristiano, le llevaron a no ver más que la sombra de sus ojeras pardas y los ríos de sangre que marcaban sus ojos.

Se había convencido de su incapacidad crónica para pasar del encantamiento del instante al solaz de la permanencia, ‘el calor de la lumbre del hogar’, habría dicho, sino fuera porque aquello habría sido un corolario predecible para su locura. Locura asumida, por cierto, resignada y hasta celebrada en los momentos de gloria mundana, cuando sentía que las nubes tocaban sus plantas y que valía la pena caer con estrépito a cambio de esa eternidad que le dejaba en los labios despertar el celo de una mujer cualquiera.

También se había convencido de que no era cosa de buscar culpables, tal vez porque en el fondo de su desvarío le tañían las campanas de todas las mujeres a las que prometió amor para luego olvidarlas de un tajo. Lo que resarcía su endeble conciencia era, sin embargo, que él también lo sentía, o creía hacerlo: el amor –nombre con que se empeñaba en rotular la sensación placentera de la seducción más pura y dura– le era quizá desconocido, como para tantos mortales ávidos de sexo o dinero que en el camino lo olvidan. En más de una bacanal –de las tantas con las que aplacaba su ineptitud o intentaba destruirse de una buena vez– se puso a gemir como un niño y a lamentarse por no haber conocido el amor en el que vivía la gente común, con riñas y rutinas, hijos, hipotecas y vacaciones familiares. Él no lo conocía y, en su beodez, parecía ser una carencia insufrible, aunque después, cuando recobraba el vigor del instinto, volvía a ser un animal de presa dispuesto a morir a cambio del deleite de la cacería.

Ella también se miraba al espejo y buscaba en el sesgo de sus pupilas algo más que un destello, un hilo de luz, aunque fuese flaco, que se proyectara a trazos largos o, al menos, que durara más que una luna menguante. El espejo dibujaba su silueta cansada de andar por tejados, encargando el corazón vertido a gotas en casas ajenas, en lechos que resultaban gélidos o en las fauces de algún animal viejo en los avatares de la vida.

Ella no quería ya conformarse con noches de plenilunio ni tardes de mejillas sonrosadas por palabrería, se había propuesto dejar de deambular, admitiendo para sí la posibilidad, cada vez más cierta, de que el amor no es un bien común, ni siquiera un bien escaso, que no es negociable ni se puede disfrazar con sábanas de seda embadurnadas en perfume. Tanto había caído en el amor como en un pozo, que sus garras de gata no le servían ya para escalar las paredes en las que rebotaba con estrépito y alaridos de muerte hasta volver a un suelo con olor a moho.

A pesar de que su mente de embelesos y aspiraciones de cuna la llevaban a esperar romances que terminaran rebosando en campos de girasoles, con besos tiernos dados para siempre, aeropuertos que se desblindan ante un amante que siempre llega a tiempo y sentimientos nobles que se descubren incluso en la más escatológica deformidad o en la perversión de un desquiciado, en la práctica no conseguía más que finales como bofetadas. Pero no era sencillo para una mujer como ella buscar un amor descomplicado –que los hay o los debe haber–, lo complejo radicaba en que esos amores de mecedora y domingo tarde no llamaban su atención, eran grises o insípidos, lineales y predecibles, tan fáciles como extraídos de una comedia romántica gringa.

Mientras se untaba saliva frente al espejo, recuperando el instinto gatuno de esa limpieza falaz, intuyó –al tiempo que lo hacía también él– que los amores del cine valen en películas solamente porque son finitas, no como la agonía perpetua de un abandono vivido en verdad; el desamor y los abandonos del cine, como los de la literatura, perduran apenas en el celuloide o en el papel, encerrados en latas o solapas duras, presos del mundo real; pero eso, ninguno de los dos terminaba de aceptar.

Se encontraron una noche en que el destino jugaba a ser dios, un dios perverso –obeso esparcido sobre un cojín de terciopelo– regocijado en su propia miseria, dispuesto como ajedrecista sobre sus piezas, voyerista sumido a las artes de Onán. Ambos se negaron al comienzo a darse, incluso cuando el instinto de caza del uno y el vedetismo de la otra afloraron al primer contacto: la sonrisa pícara que envuelve junto al cuerpo flexible que empieza a juguetear; la mirada hipnótica que atraviesa a la par del ronroneo que suena como un tamborileo lejano.

Antes de que cantara el gallo por tercera vez comenzaron a rondarse con cautela, que no era más que el ritual distinto pero común que ambos sabían de memoria para acercarse a un otro. El juego los hizo presos desde el inicio –carcajada agria del dios en sus alturas rancias– los atrapó al uno en el otro a partir de su necesidad de encontrar y encontrarse en alguien más, de hallar ese refugio tibio que los librara de lo anterior, un atisbo de genuidad, un puñado de certezas en la vorágine que acostumbraban.

Él olvidó de inmediato sus propias tretas y complejos, y decidió creer –como tantas veces antes– que el amor era posible, que había llegado al fin, vestido de mujer, otra, la misma, siempre; desterró cualquier apariencia de estrategia de conquista, esfumó los ardides, se vistió de primerizo y se sintió con el corazón ileso para ella. Creyó que merecía la oportunidad de estar, de ser, de creer y sentir, pensó que ya era tiempo, que la vida no podía resumirse en la fatuidad sino en la permanencia, que no podía ser apenas el cerillo que se consume en su explosión fugaz.

Ella dejó de lado las vestiduras con las que solía cubrirse, los ropajes con los que acostumbraba disfrazarse de otras y decidió exponerse entera, tal cual su naturaleza; mostró las cicatrices que la habían marcado, desató en su cabeza los miedos como una madeja reluciente de pelo y retrajo las garras con fuerza aunque sintiera que se incrustaban en su propia carne; necesitaba creer en la posibilidad del amor cierto, de vencer la soledad como reducto del dolor y del fracaso.

Y se encontraron con las ganas de vencer el pasado triste, de demostrarse con la misma vida que eran capaces de innovar dentro del sendero marcado en su laberinto, que cabía la posibilidad de no ser más el personaje recursivo que a la moral apesta, la imagen que se aborrece cuando la pátina se ha ido.

Improvisaron una pista y bailaron la cadencia de sus cuerpos ante una tribuna de amistades cansinas, borraron a las mininas núbiles y a los canes rancios que acechaban, ellas ofreciendo alargar sus noches y ellos intentando alargar sus días. Se traspasaron con miradas sórdidas, con gestos mínimos, un susurro que los junta, el roce de una mano que sube y encuentra el hombro desnudo, el cuello, un lóbulo intacto, emboscado él en su melena recién acicalada, ella absorta en su traveseo pueril.

Escaparon del recinto social para huir de sus voces estentóreas, la carcajada de íntima sapiencia, el mal augurio y su repetición ineludible, la euforia y el vacío como marcas de nacimiento. Encontraron un vate que los resguardara de su andar correntoso, se creyeron inmunes, gozaron de la corta libertad del reo que añora una memoria frágil y se instala en un ahora eterno, con los ojos tan cerrados, oídos sordos, tapiados por su propia voluntad de ser más, de quedarse. Huyeron de sus callejones cotidianos, esquivaron los techos y los basurales que la noche anterior los habían acogido y fueron transeúntes del neón, vagaron por aceras con tacones y colillas, destellos mil, esquivaron extraños que nunca importaron y que desaparecieron definitivamente al primer beso, sublimación y efervescencia.

Entraron a tumbos al cubil, portazo al mundo, ventanales que transpiran, luz menguante, las ropas arrancadas de sus cuerpos sin recato, fueron animales en celo, ampliaron el lecho a los muebles, al piso cuadriculado, una alfombra, un mesón, una pared. Se reconocieron sin antecedentes, se olisquearon, se palparon las curvas, se trenzaron en una carnicería amatoria que juraba perennidad, bombeando pulsiones, gruñidos, más ronroneos, entre el mordisqueo viril de unas fauces de caza y los arañazos femíneos de unas garras finas. Sintieron que se amaban por primera vez, como siempre antes, y se rebautizaron ingenuos; él dejó de ser el donjuán condenado a su absurdo comenzar de nuevo, y ella olvidó a la dama azul que gimotea rencores de abandonada. Anzuelo, cebo y pesca, todo a la vez para el otro.

La noche les duró casi un mes, apenas; no hubo mediodías, los amaneceres se volvieron ocasos sin cénit; se cobijaron lo más que pudieron y derrocharon lo que les quedaba de su amor invencible en abalorios y comidilla, desgraciaron el colchón con palabrejas, definiciones obtusas y rutinas. El claustro pasional los diluyó sin verse, las sábanas se gastaron, entibiaron su vientre hasta que el sol anterior se coló por los visillos, aclaró las dudas y los enfrentó al sueño que se abrupta en la cornisa de la cama, barranco sin fondo, escarpado final.

Se desencontraron una madrugada como perros y gatos, se ladraron maullidos sobre su incapacidad para quedarse, para que aquello fuera suficiente. Él se vistió de traje y bombín, se anudó el cinismo habitual, se perfumó y se fue. Ella estampó su rabia en platos y tazas contra los muros, gritó desde el balcón y lloró en el fondo de su pozo vacío.

Entonces, se hizo un silencio irreal entre ambos, que se prolongó hasta la siguiente noche de cacería y tejados.

 

 

 

Él se mira al espejo y trata de encontrar en sus pupilas curvas, ornadas de rayones ámbar, los motivos del lobo, las razones de Caín. Se ha convencido de su incapacidad permanente para pasar del encantamiento del instante al solaz de la permanencia, como un corolario predecible para su locura. Locura asumida, por cierto, resignada y hasta celebrada en los momentos de gloria mundana, cuando sentía que las nubes tocaban sus plantas y que valía la pena caer con estrépito a cambio de esa eternidad que le deja en los labios despertar el celo de una mujer cualquiera.

Ella también se mira al espejo y busca en el sesgo de sus pupilas algo más que un destello, un hilo de luz, aunque fuese flaco, que se proyecte a trazos largos o, al menos, que dure más que una luna menguante. El espejo dibuja su silueta cansada de andar por tejados, encargando el corazón vertido a gotas en casas ajenas, en lechos que resultan gélidos o en las fauces de algún animal viejo en los avatares de la vida.

Alea jacta est, Malasangre, ¡alea jacta est!

Barcino, 2008 - La Franciscana, 2013
Publicado en la antología Nunca se sabe
bajo el título “El perro y la gata”
(Cactus Pink / Eskeletra, 2017)
2018-06-20T00:03:34+00:00