//‘De las manzanas y sus usos’

‘De las manzanas y sus usos’

… porque a veces la palabra
sólo contiene sus siete letras…

Cuando Dios, según la leyenda, puso en el Paraíso ese árbol central del que tanto se ha hablado y vio que le crecían manzanas, tomó una y la revisó con meticulosidad antes de decidir si era algo bueno y alegrarse; la palpó con sus enormes manos, la percibió con su nariz aguda, la vio desde todos los ángulos posibles durante eternos minutos, pestañeando profusamente, sin lograr comprender lo que había creado. Después de un momento más de contemplación inútil, la apretó entre sus dedos, con toda la fuerza de Dios, y la fracturó en pequeñas esquirlas que saltaron por doquier. De la manzana quedaron apenas en sus manos un par de semillas, como lágrimas petrificadas.

Con un hálito de rabia, a partir de esa misma tarde se distrajo creando otros objetos y seres de las más variadas apariencias y características que, exhausto de moldear, no quiso siquiera mirar, quizá temeroso de tampoco encontrarles nombre y uso. Así que cuando los entes que hizo a su imagen y semejanza asomaron la cara y el cuerpo desnudos –recién bañados, luego de su luna de miel– les encargó la misión de nominar y estudiar todo lo que Él había puesto en el mundo. Entonces, el hombre y la mujer se dedicaron a bautizar a los animales: se zambulleron en las aguas, corrieron por praderas y rodaron por quebradas, subieron a arbustos y levantaron rocas en busca de los más extraños especímenes.

Luego de días y noches de penosas pesquisas e interminables listas de nombres, Adán y Eva al fin descansaron. Y aunque Dios se complació con el trabajo hecho con todas las creaturas, no pudo ocultar su fastidio por el uso que le dieron a la manzana, que había sido, a fin de cuentas, la razón primera para haberse desatado moldeando e imaginando. En su infinita sabiduría supo que ellos tampoco habían podido descifrarla, a pesar de todo, y como esa mañana no estaba para tolerar decepciones, medio remordido y renegado, los obligó a abandonar su Paraíso a punta de gritos.

Sin embargo del celestial berrinche, la duda no se alejó de su perfecta cabeza a pesar de que el mundo se poblaba con razas y culturas disímiles, como grotescas distorsiones de su magnífica esencia. Esta diversidad, pensó ojeroso por el insomnio de la incertidumbre, de seguro ayudaría a descubrir de una vez qué mismo era eso que había creado.

Y así fue. Dios se consagró a tiempo completo a fisgonear a los hombres y mujeres que, en distintos lugares de la Tierra, se atrevían a lucubrar sobre las manzanas. Unos las utilizaron para lanzárselas a la cabeza, otros las vendieron o intercambiaron, y algunos más hicieron malabarismos con ellas, rebotándolas contra los muslos y los pies, como si fueran pelotas. Arrancaron sus cortezas o molieron su pulpa para elaborar ungüentos, jugos y menjurjes, extrajeron sus semillas para comercializarlas, reprodujeron sus colores en camisetas y pinturas para pared, usaron su forma como emblema, se adueñaron de sus características, las patentaron y las tomaron como pretexto para discordar y hacerse daño.

En otros sitios, los seres humanos prefirieron contemplarlas y buscar más allá de su textura y aroma algo que las definiera y diferenciara, aquel elemento fundamental que hace manzana a una manzana, que la liga con las demás de su clase y, a la vez, la distingue de las peras y los limones. Las partieron, licuaron y cocinaron, las dejaron podrir en los árboles o carcomer por los gusanos. Las abandonaron cuando descubrieron que las naranjas eran más jugosas, pero nunca las olvidaron, al igual que su Creador, echado en su diván enhebrado en oro, con la mejilla apoyada sobre la palma de la mano, observando cómo los adanes y evas del mundo que yacía a sus pies les encontraban los más diversos usos, desde los más absurdos hasta los más profundos: les atribuyeron propiedades místicas, características filosóficas, epistemológicas y ontológicas; les dedicaron cantos, pinturas y poemas, les dieron más explicaciones de las que en verdad tenían; las volvieron objetos de culto, símbolos de placer y de prohibición, las dejaron caer para comprobar hipótesis, compararon su redondez con la del mundo, con la de una cabeza, unos senos o unos glúteos; las culparon del infortunio humano, de esa incertidumbre insaciable que el mismo Dios sopló sobre sus narices para que buscaran cualquier explicación lógica o romántica a su más controversial obra.

Y al ver tantos y tan variados significados, cientos y miles de conceptos, preceptos e ideologías desarrollados alrededor de las manzanas, Dios se regocijó infinitamente, se maravilló ante una creación tan asombrosa que Él, en su magnificencia inconmensurable, no había podido entender.

Pero su felicidad no duró para siempre, como habría querido, y se terminó cuando quiso contar a alguien la proverbial anécdota y se encontró solo, sin nadie con quien compartir su alegría; se había alejado tanto de todas sus creaturas, empeñado en mirarlas durante siglos en sus intentos por descifrar esa bendita manzana, que ya ni siquiera era de Él sino por completo de los hombres –y de algunos cerdos, pero ése es otro cuento– que lamentó haberla inventado y propiciado tanta palabrería sobre ella, el pretexto ideal para que los seres humanos imaginaran indefinidamente y terminaran por olvidarse de su dios.

Entonces, se tuvo infinita compasión y recordó a los primeros Adán y Eva, expulsados del Paraíso al comienzo de los tiempos, que simplemente pensaron que era una manzana colgando de un árbol, la arrancaron y se la comieron con deliciosa voracidad.

La Franciscana, 2004
Publicado en el libro Pecados de origen (El Conejo, 2009)
2018-07-18T17:25:06+00:00